Lo hacemos y ya vemos». Es una de las frases que más repite el director del FanCineGay de Extremadura, Pablo Cantero. Hasta ahora no me había parado a analizar todo su significado: el hacer primero y ver después. En ese ver después, hay decepciones: la falta de apoyos, los errores con subvenciones que no llegan o llegan tarde y mal o se conceden de palabra pero luego no, que están a la orden del día y no, no pueden ocurrir si queremos gestionar los dineros públicos correctamente y si queremos gestionar también cómo de fiables son los gobiernos (desde el central a las mancomunidades o los ayuntamientos: me da igual de qué gobierno estemos hablando) porque yo no sé si la mujer del César ha de ser decente y parecerlo, pero sí sé que la palabra es un dios en nuestra cultura. El Verbo se hizo carne. Si el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y nos enseñan a mantener la palabra dada, que la palabra es violencia, que las relaciones se construyen conforme a lo que decimos... no se puede uno desdecir en lo importante.

«Querría una cámara para este tipo de cosas. Para pensamientos, dolores y escalofríos. Pero como no las hay, lo escribo y así se me olvida menos. La única cámara que tengo es una cámara de palabras, que sólo retrata recuerdos». Lo escribió Pablo Lobo, un cuentista (en sentido estricto: escribe cuentos) al que encontré por uno de estos azares que son los foros de cine clásico de internet (ahora creo que la gente no escribe en foros: con los poco más de 200 caracteres de Twitter tiene bastante: el día sigue contando 24 horas). Para muchos de nosotros, la palabra es importante, en singular. Poder escribir. Poder escuchar lo que otros escriben. Poder ir a una charla sobre libros. Poder comprar libros. Estudiar en una biblioteca. Tener acceso.

Yo ya sé que somos pocos. Y que siempre somos los mismos, sí. En cualquier ciudad más o menos pequeña, como las que tenemos en Extremadura, los que vamos a ver ciclos de cine en versión original somos los mismos que acudimos a un concierto de la Orquesta de Extremadura, que llenamos el Festival de Teatro de Badajoz o que añoramos no vivir más cerca de algunas librerías y de algunas salas alternativas (conocí en persona a Juan Luis Leonisio, de Paspié, en la última Muestra Ibérica de Artes Escénicas, que ya era hora). Pero, al final, la cultura, las manifestaciones culturales, son una caja de resonancia y Mozart te lleva a Elgar y Elgar te lleva a Lynch y Lynch a Gielgud y Gielgud a Dickens y Shakespeare a todo lo demás. Y yo no sé ya si podemos cambiar el mundo o el mundo va a irse al carajo de todas las maneras posibles en menos de 20 años, pero sí sé que a veces hay revoluciones íntimas que comienzan en el patio de tu casa (eso también nos lo enseñó David Lynch: que hay dos tipos de compromiso: el global y el local y que a él le interesaba contar cómo, en las comunidades más apacibles, también hay costras, terrores, heridas que supuran y descubrimientos).

En todas esas revoluciones, ha estado siempre la palabra. Esa palabra que te puede destrozar la vida y la psique, esa palabra que puede suponer terrorismo psicológico, esa palabra que puede crecerte y afianzar y que puede establecer qué conceptos, qué valores, qué líneas de actuación van a dirigir tu vida. De otro modo (pero, oh, sí, tiene relación con todo esto que está velado, pero está) lo escribió Walter Benjamin: «Nos hemos vuelto pobres. Hemos ido perdiendo uno tras otro pedazos de la herencia de la humanidad; a menudo hemos tenido que empeñarlos en la casa de préstamos por la centésima parte de su valor, a cambio de la calderilla de lo «actual». Nos espera a la puerta la crisis económica, y tras ella una sombra, la próxima guerra. Aguantar hoy se ha convertido en cosa de unos pocos poderosos, que Dios sabe que son más humanos que la mayoría; suelen ser más bárbaros, pero no en la buena forma. Y los otros tienen que arreglárselas, una vez más, con poco. Recurren a los hombres que han hecho su causa de lo completamente nuevo y que, además, lo basan en el conocimiento y la renuncia. En sus edificios, sus cuadros y sus historias, la humanidad se prepara para sobrevivir a la cultura, si es que esto le fuera necesario. Y lo más importante es que lo hace riendo. Y tal vez esa risa pueda sonar bárbara en uno y otro sitio. Bueno. El individuo puede ceder a veces un poco de humanidad a esa masa que, un día, se la devolverá con intereses».

A Walter Benjamin le ha editado la Moderna, que tiene raíces en Galisteo y en Mérida y que han montado David Matías y Lidia Gómez. También han publicado el Poeta en Nueva York de Lorca en edición facsímil, una obra de teatro de un jerteño de Bilbao (Los dilemas del profesor Heyman, de Nicolás Paz) y varios más. Qué quieren: a mí esto me parece ofrecer tanta resistencia a la podredumbre como los que dejan de comer productos animales para luchar contra el cambio climático y el hambre en el Tercer Mundo y la deforestación. Que sé que uno a uno no hacemos nada, pero ¿y si todos hubiéramos leído a Walter Benjamin?