«La legitimidad o la ilegitimidad de un gobierno no justifica una guerra civil. Jamás». Eso dice Séneca en boca de Antonio Valero. «La nación ha de estar por encima de todas las políticas». Ah, pero la nación es, como nuestra existencia, un hecho azaroso. Como nuestra existencia y como nuestra identidad. Antonio Gala la escribió hace treinta años: «En una época cuya decadencia, cuya corrupción general, cuya sensación de agotamiento, la hacen tan semejante a la nuestra, hay un hombre de Córdoba —el más romano de todos los estoicos y el más estoico de todos los romanos— que personifica las tentaciones que el poder plantea a la ética y el contagio con que la amoralidad asalta a la virtud».

También escribió: «A ti no te gusta el flamenco y a mí no me gusta la ópera: váyase lo uno por lo otro». Se lo dijo a la Dama de Otoño, una mujer que volvió la vista hacia sus cosas (acaso tú también: lo que ocurre es que yo formo parte de tus cosas). En esta nueva propuesta de ‘Séneca’, porque es una reactualización de lo que se escribió, hay flamenco y hay ópera, hay canciones en árabe y hay rock: el flamenco lo pone Carmen Linares, que por primera vez actúa. Interpreta a Helvia, la madre de Séneca: «Si me queréis oír hablar, tenéis que venir a Mérida, porque es mi primera y última obra», aseveró, pero Emilio Hernández no está de acuerdo y tiene más proyectos para ella.

Lo que conocemos de Helvia lo escribió su hijo, que dice que dijo: «Estoy privada de los abrazos de mi amado hijo; no gozo de su presencia, de su palabra: ¿dónde está aquel cuyo rostro disipaba la tristeza del mío, en el que depositaba todas mis penas? ¿dónde aquellos coloquios de que me mostraba insaciable? ¿dónde aquellos estudios a los que asistía con más gusto que una mujer, con más familiaridad que una madre? ¿dónde aquellos encuentros y aquella alegría infantil al ver a la madre?».

Séneca vivió en tiempos convulsos. Le alababa a Helvia que nunca manchara su semblante con afeites de prostitutas y que jamás gustase de esos vestidos hechos de manera que todo lo dejaran a la vista. Tan estoico, este señor, que vivía en tiempos en que las madres se acostaban con los hijos y los hombres con los hombres. Ahí están Otón y Nerón y Popea y Agripina. El sexo, el poder del sexo, la manipulación que ejercen quienes no pueden alcanzar el poder (en este caso, porque son mujeres), la permisividad de las prácticas injustas, la lealtad que no es tal sino conveniencia, la sumisión, la tiranía, la rebeldía ejercida como un acto de honor. La política entendida como la elección del mal menor, pero también como la erótica del poder, porque el poder corrompe, porque con el poder se deciden los designios de los semejantes a uno: quién estudiará y quién no, quién tendrá y quién no acceso a sanidad, quién será y quién no considerado un ciudadano de pleno derecho o podrá votar o podrá ser elegido.

Hay sensualidad en esta obra, dijo Emilio Hernández, el director. La sensualidad y el teatro se llevan bien, a veces. A veces no: a veces lo que quiere parecer sensualidad se vuelve obsceno de tanto como se muestra. Más a menudo, lo que a uno le parece sensual, a otro no se lo parece. Y no se equivoquen: reivindico la obscenidad: creo que hay cosas que merecen ser dichas y, sobre todo, ser mostradas: la sangre, ciertas pulsiones del sexo, la desnudez. Con toda la trascendencia que tienen, con todo su misterio, con todo el abismo posible, porque mucho del teatro que se produce no nos coloca, con todo lo que somos, en el centro del escenario: ni siquiera en la periferia.

No sabría si definirla como un musical, pero escucharán canciones que hablan de nalgas prietas mezcladas con el señor Claudio Monteverdi y su ‘Pur ti miro, pur ti godo’, de ‘La coronación de Popea’: «Ya te gozo, ya te estrecho, ya te abrazo, ya no peno, ya no muero».

Ah, pero acaso se puede no morir.

Séneca eligió su muerte. Se suicidó (el suicidio deja de ser tabú cuando lo deciden en el siglo I después de Cristo). Pero antes, como todos, antes de morir, fue un niño, con su padre (maestro de la retórica) y con su madre, con sus juegos y sus estudios y sus tíos, que lo llevaron a Egipto (esto sería como un año de estudios en el extranjero ahora, supongo). En tiempos de Calígula se había convertido en el principal orador del Senado. En su vida adulta murió su padre y por eso consoló a su madre y ensalzó todas sus virtudes. Le nombraron maestro de Nerón y Nerón dice en la obra: «Mi preceptor me ha enseñado todo lo que he de saber. Y todo lo que sé quiero entregárselo a mi pueblo. El arte y la belleza son nuestra mayor riqueza y estamos convirtiéndonos en un ejemplo de corrupción en cultura. La belleza y el arte deben ser un bien común y más aún de los que menos tienen».

Cuando Nerón creció, se fue desligando de él. Al final, los discípulos siempre quieren superar a sus maestros. Cayó en desgracia. El emperador quiso acabar con las disidencias. Se suicidó antes de que lo mataran: tres veces lo intentó, porque no se moría.

La muerte, a veces, no quiere acompañarnos.