Si lo tuviera, en su escudo de armas bien podría lucir el reluciente símbolo del dólar. Ken Follett, tez sonrosada y traje de banquero, tiene el aspecto próspero y satisfecho de quien ha alcanzado la cima. Quiso ser escritor y millonario y logró ambas cosas por ese orden fuera de toda lógica. Así que no está dispuesto a pedirle perdón a aquellos que le niegan el pan y la sal de la literatura. El es... otra cosa. Escribió thrillers trepidantes durante la guerra fría y aun después y echó a rodar la moda de las novelas medievales con Los pilares de la tierra, un fenómeno comercial, cuya continuación, Un mundo sin fin (Plaza y Janés), acaba de aparecer en España con una recepción sin parangón en otros países.

-- Millones de libros vendidos podría ser su segundo apellido. ¿Lo suyo es literatura o negocio?

--Si por literatura entiende la capacidad de seducir al lector para que quede inmerso en la magia de lo que se cuenta, entonces sí lo es.

--Esa es una de las cualidades de la literatura, no la única.

--Bien, yo me considero básicamente un cuentacuentos. Y esa es la parte de la literatura que más me interesa.

--¿Y las ganancias?

--Evidentemente, en todo esto hay una parte comercial, la parte del negocio. Pero esa es la más fácil.

--¿Fácil, haber superado el millón de ejemplares en menos de un mes en España?

--Sí, vender tiene unos mecanismos muy precisos. Pero estos no cumplen sus objetivos si previamente no ha habido magia.

--Magia es un concepto muy vago. ¿Cuáles serían los ingredientes secretos de la fórmula?

--No hay fórmula, no hay receta. Escribir una novela no es como hacer un risotto. Pero la verdad es que me esfuerzo para mantener algunas constantes. Así, cada equis páginas debe ocurrir algo que enganche al lector. Y a la hora de escribir eso no debe notarse, debe hacerse con frescura. De todas formas, eso no te garantiza la conexión con el público.

--A usted le costó bastante llegar a ese estado de gracia.

--Sí, escribí 10 novelas no muy buenas antes de dar en la diana con El ojo de la aguja.

--Muchas obras maestras hoy reconocidas se quedaron en las librerías en el pasado.

--Obras maestras de una liga en la que no compito. Hay grandes autores, a los que me gusta mucho leer, y que respeto, pero que no tienen nada que ver con mi trabajo. A esos escritores les interesan mucho menos sus lectores que a mí.

--¿Y qué le dicen sus lectores cuando se le acercan?

--Me hablan de una pasión lectora que les ha sorprendido incluso a ellos mismos. Me dicen: "Cuando me recomendaron su libro no me imaginé que podría leerlo dos o tres veces". Y se refieren a Los pilares de la tierra o Un mundo sin fin, libros de más de 1.000 páginas. Pero también me hacen confesiones mucho más personales.

--¿Del tipo?

--Sobre la pérdida de un ser querido, por ejemplo, y el consuelo y distracción que han encontrado en mis novelas para poder soportar ese dolor.

--¿La evasión es el sentido último de la literatura?

--No es tan sencillo. A veces leemos porque la vida que estamos viviendo es horrible. Pero no siempre es así. En general, creo que las novelas sirven para que imaginemos cómo es la vida para otras personas. Y nos dan la oportunidad única de meternos en su piel.

--¿Que sus escenas eróticas sean tan explícitas es un arma más para esa identificación?

--No se crea, he recibido algunas críticas por ello. A veces en mis charlas algunos lectores me lo han reprochado. Pero deben ser muy pocos, porque cuando me he decidido a preguntar directamente a la audiencia, "que levante la mano a quien le parezcan mal", no he visto apenas manos alzadas.

--Y usted no haría nada que no gustara a sus lectores.

--Creo que aquella época en la que Harold Robbins se hacía de oro por escribir libros con esce