Retratar el corazón y el alma de la clase obrera y dar voz a aquellos marginados por la sociedad los ha aupado a la realeza del cine actual. Después de todo, los hermanos belgas (Jean-Pierre, Engis, 1951; Luc, Awirs, 1954) pertenecen al selecto grupo de directores que han ganado en dos ocasiones la Palma de Oro del Festival de Cannes, el galardón más prestigioso para un cineasta. Dado ese estatus, lo que sucedió en la última edición del certamen francés es del todo inusual: su décima película, La chica desconocida, fue recibida con tibieza por la crítica. Lejos de hacer oídos sordos, los Dardenne se metieron en la sala de montaje con el fin de completar la nueva versión del filme, más corta -dura siete minutos y medio menos-, que en marzo llegó a la cartelera. Se trata de la historia de una joven doctora, Jenny (Adéle Haenel), que intenta descubrir la identidad -y al asesino- de una mujer que murió justo a la puerta de su clínica, después de que ella se negara a abrirle la puerta.

-’La chica desconocida’ es una película rara. Es cine social pero también una historia de detectives.

-Luc Dardenne: Nos importó sobre todo su vertiente social. Jenny se siente culpable porque no abrió la puerta al haberse acabado su horario de consulta. Se niega a quedarse de brazos cruzados pretendiendo que no vio ni oyó nada, y a su alrededor no encuentra más que indiferencia. Si no cuidas de los demás, si no comprendes que sin ellos no puedes vivir, estás perdido. Los pacientes de Jenny son víctimas de dificultades como la inseguridad social y la destrucción de la cohesión social. Son gente que ha sido brutalmente excluida.

-¿Hasta qué punto es la película una crítica a la destrucción del estado del bienestar y los sistemas sanitarios públicos?

-Jean-Pierre Dardenne: No creo que puedas contar una historia realista ambientada en el mundo médico sin prestar atención a ello. La privatización de la sanidad es peligrosa porque convierte a buena parte de la población en ciudadanos de segunda. Que los políticos promuevan la contratación de seguros médicos privados, que den por hecho que la sanidad pública puede ser defectuosa mientras la privada funciona bien, es desastroso.

-Considerando que la chica del título es una inmigrante africana, es inevitable interpretar también esta historia como una denuncia de la actitud de Europa respecto a los inmigrantes.

-J.-P. D.: Así es. De eso se trata. La chica desconocida de nuestra película no existiría de no ser por la actitud que mantiene el continente. Es hora de reparar nuestro tejido social, de haberlo hecho antes no habría muerto tanta gente. Y es hora de que empecemos a sentirnos como la doctora en la película: culpables por no abrir la puerta a quienes tocan el timbre.

-L. D.: Todos los países europeos deben asumir responsabilidades por igual. La ola de extremismo xenófobo que está azotando países como Francia, Holanda, Bélgica y Austria, por no hablar de Polonia y Hungría, va en contra de la idea misma de Europa. No se puede ser europeo y a la vez negarles el derecho a asilo a aquellos que lo necesitan.

-¿Cómo explican ustedes ese ascenso de la extrema derecha?

-L. D.: Sus líderes políticos han metido miedo a la gente, haciéndoles creer que la inmigración es sinónimo de desempleo e inseguridad. El problema es que la población ya no tiene la educación moral, cultural e intelectual para neutralizar eso. Tradicionalmente la izquierda se encargaba de proporcionar el nutriente cultural a los ciudadanos y de fomentar el tipo de ideales de solidaridad que se imponen sobre el miedo. Pero la izquierda ha dejado de ejercer su papel.

-J.-P. D.: Esta sociedad es cada vez más individualista y consumista, y la gente culpa a los refugiados de su pérdida de poder adquisitivo. Y eso debe ser contrarrestado. Es lo que nosotros intentamos hacer con nuestras películas. El cine debería promover una actitud crítica y solidaria.

-¿No creen que el cine social a menudo se preocupa más por mandar mensajes que por contar historias?

-L. D.: Es cierto, y por eso no ondeamos pancartas ni hacemos discursos. Ningún autor de cine social debe decirle al espectador lo que tiene que pensar, porque de otro modo está haciendo propaganda. Nuestras películas no son platos precocinados.

-J.-P. D.: Lo fácil habría sido hacer un filme en el que los europeos sean malos y los inmigrantes buenos. Es mucho más interesante plantear cuestiones morales complejas. La única manera de hacerlo es ponerse al servicio de la historia y los personajes.

-¿Es casual que sus dos películas más recientes sean historias de mujeres estoicas enfrentadas a la sociedad?

-J.-P. D.: Nos gusta pensar que contribuimos a luchar por la liberación de las mujeres de la tradicional dominación masculina, ya sea en el ámbito económico o en el religioso o en el doméstico. Nos hemos dado cuenta de que poner a una mujer en el centro de la historia automáticamente la convierte en un relato sobre la marginación.

-L. D.: Creo que las mujeres son el futuro. Porque hay una diferencia entre su modo de reaccionar ante las injusticias y el de los hombres. Ellas tienen más empatía y más sentido de la responsabilidad, y esa es una actitud que hace que la sociedad avance.

-¿Cómo hacen con los actores?

-J.-P. D.: Somos un poco sádicos. Nos hemos dado cuenta de que llega un momento durante los rodajes en el que el actor empieza a cansarse, y automáticamente baja la guardia y se deja llevar. A nosotros nos gusta llevarles a ese punto porque es entonces cuando pueden pasar cosas increíbles frente a la cámara.

-L. D.: Obviamente eso solo puede suceder si el actor es humilde. Hoy en día hay intérpretes que tras rodar tres tomas deciden que no harán más porque ya han hecho su trabajo a la perfección. En otras palabras, algunos actores se creen que la fama y la popularidad les dan derecho a tomar el mando. Es por eso que se hacen tantas películas tan malas.

-Una pregunta que les habrán hecho mil veces: ¿cómo se las arreglan para trabajar juntos?

-L. D.: Es una cuestión de química, se tiene o no se tiene. Si uno de los dos no estuviera, el otro no sería capaz de hacer la película que quiere hacer. Tanto él como yo necesitamos continuamente el punto de vista del otro, porque sin ese punto de vista sentimos que falta algo. Eso, por otra parte, no quiere decir que tengamos puntos de vista distintos y que cuando yo digo blanco él dice negro y al final nos quedamos en el gris. No es así. Generalmente vemos las cosas exactamente de la misma manera. Supongo que es porque somos hermanos y crecimos juntos y tenemos la misma historia familiar. No lo parece porque físicamente somos dos humanos diferenciados, pero a nivel creativo somos una sola persona.

-Se curtieron haciendo documentales. ¿Reconocen ese bagaje en el cine de ficción que han hecho luego?

-J.-P. D.: Sin duda. En nuestros años como documentalistas trabajamos mucho en las ciudades, con los trabajadores, y desarrollamos una manera de contemplar el mundo que hemos mantenido en nuestras películas posteriores. Ahora trabajamos con actores y manejamos la cámara de otra manera, pero más allá de eso nos dedicamos a lo mismo que antes.

-Acostumbran a rodar sus películas en el área de Seraing, en Lieja (Bélgica), cerca de donde ustedes mismos viven. ¿Lo hacen para poder estar siempre en casa a la hora de la cena?

-L. D.: No, pero no me parecería un mal motivo. Lo cierto es que Seraing es casi como un estudio de Hollywood para nosotros. Es una ciudad de composición muy diversa, y llena de gente vulnerable que afronta todo tipo de problemas socioeconómicos. En ella encontramos inspiración para muchísimas historias.

-¿Alguna vez se han planteado contar historias distintas?

-L. D.: No. Somos como trabajadores de un yacimiento petrolífero. Seguimos excavando porque sentimos que aún no le hemos sacado todo el jugo al cine social.

-¿Qué hacen cuando no hacen películas?

-J.-P. D.: Siempre estamos pensando en el próximo personaje y la próxima historia. Leemos periódicos y escuchamos las noticias. Hablamos, y hablamos, y hablamos. Somos como buitres, siempre volando en círculos en busca de nuestra próxima víctima.