La voz de Luis Pastor (Berzocana, Cáceres, 1952) se abrió paso en los años 70 proyectando sus vivencias de barrio e inmigración hacia un espacio de poesía y conciencia crítica. El trovador evoca sus orígenes y plantea preguntas en un libro tan personal como colectivo, ‘¿Qué fue de los cantautores? Memorias en verso’ (coedición de Capitán Swing y Nórdica Libros).

-El cantautor, ¿es una figura del pasado?

-Hubo un movimiento que ya no se va a repetir. Un fenómeno vivido a través de la música, la palabra, la toma de conciencia con una trascendencia política, las señas de identidad de una tierra… Y ahora hay cantautores que siguen creando pero desde un planteamiento más individual.

-Usted grabó su primer disco sencillo, ‘La huelga del ocio’, en 1972. ¿Su voz era entonces la del nosotros?

-Totalmente. Vallecas, donde vivía, era parte del yo, pero en el camino de cada día me encontraba con la chabola y la situación familiar y eso te transmitía rabia y ganas de contarlo.

-Con el tiempo usted encontró inspiración en Portugal y el mundo lusófono.

-A los norteamericanos no les entendía y en el portugués noté una cercanía. Primero José Afonso, y luego los brasileños, que me enseñaron a cantar para adentro: Chico Buarque, y después, Djavan, Caetano Veloso, Milton Nascimento…

-Entre esas lenguas que podía comprender estaba el catalán.

-A los 17 años me llevaron al puerto de Barcelona, a una reunión clandestina, a medianoche, y un cura obrero me regaló el primer single de Ovidi Montllor. Cuando a los 20 años vine a grabar con el sello Als Quatre Vents, me empapaba todos los días de tres discos: Lluís Llach, Maria del Mar Bonet y José Afonso.

-«Cataluña en esos tiempos/ era la meca de España,/ Barcelona era la caña/ y Madrid una provincia», dice en el libro.

-Es que era la realidad. Comparada con Madrid, Barcelona era deslumbrante. Aquí buceé y conocí a Ramon Muntaner y a muchos músicos. Aunque en los veteranos de la Nova Cançó había un prurito de prejuicio hacia los que no cantábamos en castellano. Cierta élite de esa escena, fuera de Cataluña se permitía cantar contigo y dentro casi nunca lo hacía.

-El libro se termina cuando se enfilan los años 80. El desencanto.

-De pronto nos sentimos vacíos: había caído la torre de nuestras verdades y nuestros dogmatismos. Fue duro. Yo estaba triunfando con mi tercer disco, pero sentía que cuando actuaba mi mirada no era la misma.

-Se retiró.

-En enero de 1979. Aunque me dediqué a ir a clases de canto, y a trabajar en obras de teatro infantiles, a componer solo y con Luis Mendo… Más allá del desencanto político, me hacía una pregunta: «¿Mi triunfo es por mí o por un contexto que nos ha aupado a los cantautores?». «¿Valgo yo para esto?». Necesitaba prepararme, y estudié, y leí más.

-¿Sintió entonces que los partidos se habían olvidado de los cantautores?

-Sí, el cantautor podría haber sido reivindicado, dignificado, desde la izquierda. Aunque eso también lo vivieron otros sin ser cantantes. Gente válida, que no estaba en esto por un sillón, fue apartada.

-Pero su función era ser crítico con todo, incluidos los suyos.

-Hay gente que se molesta porque cuanto te pones a hablar con ellos es como ponerles un espejo delante. Pero no debemos echar la culpa a nadie. Somos lo que queremos o podemos ser. Y, en parte, Serrat tiene razón cuando dice que el cantautor lo que tiene que hacer es arte y buenas canciones.

-Después de haber encontrado su yo artístico, ¿ha acabado recuperando aquel nosotros inicial, pero de otra manera?

-Claro, desde el yo. El año pasado empecé a dar unas charlas gratuitas en institutos de Vallecas: el 80%, hijos de inmigrantes. Noté que se enganchaban porque les estabas contando la historia de sus padres. Eso no ha cambiado. Les das pistas: por dónde fuiste capaz de escaparte de tu destino, que era ser pobre, mano de obra barata, un bruto sin estudios que iría al fútbol y se casaría a los 20 años. Ese era el destino de mi generación, y lo cambiamos. Y contarles eso es el favor que les hago a esos chavales en las charlas.