En 1971, Don Siegel adaptó The painted fevil, una novela de Thomas P. Cullinan inscrita dentro del gótico sureño que constituyó, además, su tercera colaboración con Clint Eastwood antes de que ambos se embarcaran en Harry, el sucio, en la que el actor acabaría por perfilar su imagen de misógino recalcitrante.

El seductor es todavía hoy una de las películas norteamericanas más importantes de su época. Tuvo la virtud de reescribir la historia americana contando la guerra de secesión desde una perspectiva radicalmente diferente, a través de una serie de mujeres que, a pesar de permanecer encerradas y aisladas en un colegio, se encontraban igualmente a merced de la violencia del entorno bélico. Pero a pesar de la modernidad de la propuesta y las dosis de ambigüedad con las que estaba definido el personaje de Clint Eastwood -el soldado yanqui John McBee McBurney-, El seductor no tenía un carácter estrictamente feminista. En el fondo, en ella subyacía el terror hacia la figura femenina como símbolo de un nuevo orden vengativo.

Las intenciones de Sofia Coppola a la hora de adaptar la novela de Cullinan y de realizar un remake de El seductor son totalmente diferentes. En realidad se trata de una simple cuestión de mirada, de puesta en escena, de personalidad y sensibilidad fílmica lo que separa a ambas cintas. Y no solo porque Siegel sea rudo y Coppola exquisita en las formas, sino porque La seducción demuestra que el mensaje puede cambiar del todo con un solo movimiento de cámara.

Ahora, Coppola traslada esa misma historia a su propio universo, que se revela próximo al que describió en su ópera prima, Las vírgenes suicidas, con ese grupo de chicas condenadas a reprimir sus instintos en un ambiente hostil y a consumir su juventud encerradas y asfixiadas entre las paredes de una casa de la que no pueden escapar, ya sea por culpa de la intolerancia moral y religiosa de sus progenitores en aquel primer título o por protección y aislamiento frente a la guerra.

En esa casa se encuentran recluidas una serie de jóvenes de diferentes edades, entre ellas la impetuosa Alicia (Elle Fanning), bajo la batuta de Miss Martha (Nicole Kidman) y la supervisión de la profesora Edwina (Kirsten Dunst). Su pequeño microcosmos femenino se desintegrará tras la llegada del elemento masculino perturbador, representado bajo la figura de un soldado enemigo herido (Colin Farrell) al que cuidarán y que ejercerá sobre ellas una atracción erótica indisimulada que quebrará el statu quo predeterminado.

TOMA DE CONCIENCIA / La directora descarta algunas implicaciones sociales presentes en el original, como la inclusión de la criada de color, para centrarse en la mujer y en sus necesidades dentro de ese panorama repleto de miseria moral y violencia física. Así, describe de qué manera las estructuras de poder se irán modificando paulatinamente hasta revelar que en el fondo nos encontramos ante un relato de supervivencia femenina que se erige como metáfora de la toma de conciencia de la mujer a través de la venganza.

La directora abandona el barroquismo escénico y la pose posmoderna de sus obras precedentes para adentrarnos en un espacio de carácter ritual a través del rigor formal e incluso un cierto grado de ascetismo. Sus imágenes conservan algo de su esencia etérea, pero son mucho más precisas y sibilinas, sobre todo a través de las miradas de sus protagonistas, quizá porque en el fondo nos encontramos ante su película más sombría y oscura, en la que se abandona cualquier tipo de frivolidad para instalarnos en las pulsiones más atávicas que se establecen entre deseo, poder y muerte, construyendo una calma tensa para terminar por construir un clímax de catarsis tan hermética como sobrecogedora.