Tras el éxito de su trilogía zombie Apocalipsis Z, que fue alabada por los guionistas del serial americano The Walking Dead, Manel Loureiro vuelve a abordar el género distópico en Veinte, que presenta una sociedad desintegrada en la que menos del 1% de la población ha sobrevivido a una brutal epidemia.

—Está claro que lo suyo son las distopías, este es su sexto libro y en ningún momento ha abandonado del todo esta temática.

—Las distopías son un refugio, nos hacen sentirnos cómodos. Cuando la realidad cotidiana que nos rodea es sucia y los titulares de los periódicos nos generan zozobra y tensión una y otra vez machaconamente durante meses, de repente las distopías nos sirven para evadirnos. En ellas vemos como los protagonistas viven unas situaciones mucho más complicadas que las nuestras. Tú estás tranquilo, en tu balconcito, y lo que les pasa no te afecta para nada. Eso sí, lo que te pasa en la vida real sí que te afecta, y muchas veces estas novelas sirven de empuje para solucionar esos problemas.

—Sin embargo, su novela presenta diferencias cualitativas con respecto a otras distopías de éxito actuales, no vemos a adolescentes coqueteando ni ese enfrentamiento generacional que siempre señala a los mayores como una potencia autoritaria y sin escrúpulos.

—Para mí narrar romances adolescentes o historias de instituto en una sociedad en la que visten raro al estilo ciberpunk no tiene gracia. En una distopía el comportamiento, las costumbres y la manera de ver el mundo de estos jóvenes tienen que ser completamente distintas. Las editoriales necesitan ponerle etiquetas a las cosas, es su forma de vender, y personalmente yo no me atrevería a definir Veinte como una novela juvenil.

—En tan solo diez años nuestras librerías y cines se han llenado de textos distópicos como ‘Los juegos del hambre’, ‘Divergente’ o ‘El corredor del laberinto’. ¿Qué tiene nuestra época para generar tal confusión?

—Estamos atravesando un momento de fiebre de adolescencia. Las democracias liberales están pasando por una especie de mal de crecimiento, en el que de repente reaparecen movimientos ultraderechistas y xenófobos. Cosas absurdas que parecía que estaban superadísimas y que no son más que un síntoma de un esquema cíclico que ya se dio en la década de los años 30. Lo único que espero es que hayamos aprendido algo de aquello y que sepamos enfrentarnos a los problemas de una manera más pacífica y ordenada.

—Además ‘Veinte’ nace como un ‘concept’ para una serie, que previsiblemente veremos a lo largo de 2018. ¿Cómo decidió dar el paso de llevar la trama a una novela?

—En efecto, todo empezó como un concept que más tarde acabo derivando en una biblia, un documento con todos los episodios, las tramas y los personajes para una temporada entera. Sin embargo a medida que escribía esa biblia me di cuenta de que la historia me desbordaba, de que se me escapaba de las manos y de que tenía que llevarla más allá.

<b>—En reiteradas ocasiones ha mencionado la gran inspiración que fue para usted leer de pequeño ‘El señor de las moscas’ de William Golding.

</b>—Yo crecí en una casa grande en la que siempre se me permitió coger el libro que me apeteciese. Nunca hubo un libro que no fuese apropiado para mi edad. Tropecé con El señor de las moscas a los 12 años, y leerlo fue como un puñetazo. De repente descubrí que la infancia se acababa, y que de hecho estaba acabando en el momento en que leía esas páginas. Darme cuenta de eso fue muy jodido, concienciarme de que algún momento iba a tener que tomar decisiones. Tuve que mentalizarme acerca de ello, sobre como tomar decisiones es madurar y como madurar es perder cosas; de cómo no hay nada más inocente que un niño y nada más arrogante que un adolescente, siempre viviendo en un mundo de máximos en el que o todo es maravilloso o todo es la hecatombe. Sin términos medios ni grises, con excepciones por supuesto.

<b>—También dota a su libro de una reflexión antropológica sobre cómo se relaciona el hombre con dios. Los supervivientes protagonistas de su novela se agrupan en un pequeño núcleo urbano alrededor de un antiguo monasterio.</b>

—Cuando ideé aquello pensaba en el monasterio de El nombre de la rosa. Lo único que tuve que hacer fue basarme en la alta Edad Media, en cómo tras la desintegración del imperio romano la gente abandonó las ciudades, que se habían transformado en sitios insalubres, para irse a vivir al campo junto a centros de seguridad y sabiduría: castillos y monasterios. Estos lugares eran el faro de la civilización, lo que les recordaba aquello que no querían perder, y era normal que los protagonistas de mi novela repitiesen ese esquema. ¿Si funcionó hace 1.500 años porqué no iba a funcionar ahora? La religión era un tema que no sabía muy bien como plantear. ¿A qué tipo de dios adoraría la gente de una sociedad en la que el 99,99% de la población ha sido aniquilada? ¿Cómo le adorarían? Se sentirían amnistiados, pero no sabrían por qué.

—La novela también le sirve para cargar contra un tema de actualidad, la obsolescencia programada.

—Vivimos en una sociedad híper-tecnificada. Estamos rodeados de cacharros que nos hacen la vida más fácil y estos cacharros han sido diseñados para tener una vida útil determinada. Los fluorescentes que nos iluminan ahora mismo podrían durar diez veces más, pero entonces no habría mercado. ¿Qué pasaría si estos fluorescentes fallaran y descubriésemos que no hay nadie fabricando más? Todo se acabaría, iríamos dando pasitos hacia atrás hasta llegar a esa Edad Media. Para los protagonistas de Veinte esto es algo impensable. ¿Cómo se puede diseñar algo para que deje de funcionar? Incluso hoy en día, hay más probabilidades de que un texto sobreviva en un manuscrito o una vitela del siglo XII que en uno de nuestros discos duros. ¿A quién no se ha jodido uno alguna vez?