Ossining, una localidad residencial a las afueras de Nueva York, fue en los 22 últimos años de la vida de John Cheever, el lugar donde escribió, bebió compulsivamente, arrastró una torturada bisexualidad, luchó a brazo partido contra el sueño americano, sufrió e hizo sufrir a su familia. Revalorizados y recuperados, a los magistrales relatos y novelas del escritor se une ahora la monumental biografía de Blake Bailey, Cheever. Una vida (Duomo), Baley ha hablado con amigos, colegas y amantes de ambos sexos de Cheever, ha tenido libre acceso a toda la documentación del autor, cartas y documentos, y a la totalidad, sin censurar, de las 4.300 páginas de su imprescindible diario, una obra maestra del género en el que Cheever se muestra Hay muchas lecturas en el libro de Bailey. que tiene que desbrozar la realidad de la ficción en las fabulaciones del alcoholizado Cheever. ¿Le inició sexualmente su hermano mayor, Fred, como se desprende de su diario y de algunas lloriqueantes entrevistas? El novelista Allan Gurganus, que dio calabazas a Cheever pero mantuvo su amistad, sostiene que ese que "fue el romance erótico de su vida" mientras que el propio Bailey sugiere que la relación fue más bien una "fuente de ternura" negada por los padres.

También hace acto de presencia su amigo John Updike, que pronunció su sermón fúnebre y que años después tuvo que tragar quina cuando descubrió que Cheever secretamente no lo admiraba tanto como escritor. Por cierto, que la última crítica de Updike en The New yorker fue la de esta biografía, a la que le puso el pero de incidir largamente en la profunda infelicidad del autor (piedra angular, por otra parte, de su literatura). Fue el último capítulo de la compleja relación aliñada con mucha insana envidia que vinculó a dos creadores.

El libro es también la historia de una redención: "Me llamo John Cheever y soy alcohólico". El relato de un hombre atrapado en un matrimonio que con enormes baches llegó sorprendentemente unido (es un decir) hasta el final y en el que él también, y sobre todo, ejerció de verdugo: no le importaba alardear de sus conquistas a la hora de la cena en familia. Y de cómo en sus últimos años logró el reconocimiento, el respeto de sí mismo y algo parecido a la felicidad.