La bibliografía sobre el presidente Kennedy, su familia y/o su más publicitada amante, Marilyn Monroe, da para llenar una biblioteca completa. De hecho, la JFK Library de Boston cumple esa función totalizadora. Pero no todo está dicho. Una novela, las recientes memorias póstumas de su hermano Ted Kennedy y algunas propuestas más que verán la luz en los próximos meses siguen alimentando un mito que, pese a sus claroscuros, permanece incombustible.

Un adúltero americano (Anagrama), del guionista británico Jed Mercurio (y no es un seudónimo pese a que lo parezca), ha puesto de los nervios a buena parte de la crítica norteamericana, que, según su autor, "se ha tomado la novela literalmente y no como una obra de ficción". Mercurio, que antes de dedicarse a la industria audiovisual estudió Medicina y la abandonó cuando era médico residente, disecciona lo que él considera un misterio. ¿Cómo era la vida sexual del presidente? Muy ajetreada y nada aburrida, eso está claro. Especialmente si entre las conquistas se encuentra el sex symbol no solo de la década, sino del siglo, Marilyn Monroe. La originalidad estriba en adentrarse en los detalles y en la mirada aséptica de Mercurio, que convierte al carismático presidente en un caso clínico un tanto grotesco.

MUY MALA SALUD Y es que la imagen de energética salud que irradiaba el juvenil Kennedy --el primer presidente norteamericano con pelo en la cabeza-- era totalmente falso, según el autor. En su diagnóstico enumera: "Sufría cefaleas, náuseas, diarrea --Mercurio no ahorra al lector los episodios--, inflamación urinaria, rinitis, infecciones en la piel, osteoporosis, asma, una antigua lesión en la columna presentada públicamente como una herida de guerra cuando en realidad era anterior a la contienda y, lo más importante, la enfermedad de Addison". Esta dolencia, que afecta a la producción de hormonas, obligaba a los médicos a atiborrarle de testosterona. Toda una pista.

"Pero la testosterona no tenía nada que ver con el problema de Kennedy --asegura Mercurio--, que en líneas generales es lo que hoy se conoce como un adicto al sexo. Hay mucha gente que se escuda en una supuesta adicción para minimizar su promiscuidad, pero en su caso él tenía unos dolores de cabeza terribles si estaba tres días sin una mujer". De hecho, el mismo presidente se lo confesó al primer ministro inglés Harold MacMillan, quien haciendo gala de su humor típicamente británico le espetó: "¡Pasas tres días con una mujer! Si me ocurriera a mí no solo me dolería la cabeza".

Si todas las biografías de Kennedy se quedan en la puerta de su dormitorio, la novela puede ir más allá y el relato de Mercurio se atreve a hacer un descarnado catálogo de amantes, becarias, secretarias y, en ocasiones, prostitutas a las que el presidente utilizó, siempre según la novela, con maneras predadoras, básicamente para evitar sus dolencias. "Es sorprendente, pero muy pocas de las amantes del presidente hablaron públicamente de sus relaciones de alcoba y no de un modo muy fiable".

En contraste, sorprende la declaración de simpatía del autor por su figura pública: "Era una persona encantadora, inteligente y, paradójicamente, capaz de elaborar discursos morales, y admiro su valor para sobreponerse a tantos problemas médicos que no llegaron a conocerse. Pese a tener mucho dinero de su propia familia, se dedicó a la política cuando se podía haber pasado la vida tomando el sol en la piscina". Y justifica su pertinaz adulterio como un signo de los tiempos: "No fue más que un Don Draper (el protagonista de la serie televisiva Mad Men ) a gran escala".

Especialmente impagable es el retrato que Mercurio hace de otro personaje habitual en el culebrón kennediano, Frank Sinatra. Esta vez alardeando de su miembro viril en una piscina. "Sinatra solía enseñar su pene a las primeras de cambio, así que lo incluí en la ficción". Y el tema le lleva a otra revelación insólita: "El presidente más exhibicionista respecto de su miembro fue Lyndon Johnson".