¿Soy hija de mi padre o de mi madre? ¿Soy la hija de mi padre por culpa de mi madre? ¿Soy alguien que conozco?». Esas preguntas y muchas otras son parte de una letanía en la Marina Saura (Madrid, 1957), la hija mayor del pintor Antonio Saura y de la traductora del sueco al francés Gunhild Madeleine Augot, se desgrana a sí misma y se revela escritora.

Anduvo muchos caminos pero en todos ellos le atenazaba la sensación de que no hacía lo que deseaba, sino lo que los demás esperaban de ella. Es Marina Saura, actriz de teatro en los 80 e intermitente presencia en películas españolas y francesas. A finales de los 90, la muerte de su padre, el gran y oscuro Antonio Saura, la hizo archivera de la fundación dedicada a su legado de la que ella fue cocreadora en Ginebra, donde vive. Tiene una presencia física impactante, de mujer que se diría segura de sí misma -especialmente por la claridad de su conversación-, pero la delata, sin embargo, una mínima aunque decisiva nota falsa, un libro de relatos, su debut en la ficción, Sin permiso (Elba), tejido de inseguridades y dudas, turbaciones y desasosiegos, de detalles que la retratan oblicuamente.

-¿Esta es la historia de una mujer que busca su identidad?

-Sí, que se interroga sobre sí misma pero también sobre otras mujeres que ha podido conocer y observar. Los niños suelen hacerse grandes preguntas y a mí no se me ha pasado esa etapa. Mi madre, francesa de origen sueco, solía responderme «Tout est relatif», todo es relativo, y yo me enfadaba porque necesitaba saber si aquello era blanco o negro.

-¿Con el tiempo ha acabado entendiendo a su madre? Lo digo porque hay muchos grises en su texto y pocas conclusiones contundentes.

-Es como cuando nadas en el mar y al principio lo ves cristalino y cuanto más te adentras mayor es la turbiedad y la oscuridad. Cuanto profundizas en algo eres más consciente de lo que te falta por aprender. Pero el interés está en la búsqueda. La escritura no resuelve nada. No cierra etapas ni heridas. No haces más que abrir puertas. Como Alicia en el país de las maravillas.

-¿Echa de menos interpretar?

-Disfruté mucho del oficio teatral pero ahora comprendo que no tenía exactamente vocación de actriz. Me gustaba por lo que tiene de traducción de un texto por otros medios. Lo que me interesaba era la metamorfosis de unas palabras para que produjeran el efecto buscado.

-Sorprende que siendo sobrina de Carlos Saura nunca haya trabajado con él.

-Eso debería preguntárselo a él.

-¿Disgustó a su familia cuando dijo que quería ser actriz?

-Lo dije muy jovencita en una comida familiar. Estábamos todos y anuncié que me iba a estudiar a Inglaterra. Mi tío Carlos me dijo que los actores nacen y que no es un oficio que se pueda aprender, que si los actores estudian se estropean, lo que me pareció una tontería. Espere, creo que una vez le pedí que me hiciera una audición...

-Llega a la escritura con 60 años. ¿Por qué ahora?

-En mi vida siempre ha habido muchas cosas pero no he sido capaz de multiplicarme, cuando he hecho algo ha sido a fondo. Me volqué en la interpretación, tuve una compañía de teatro y el cine fue para mí un deseo absurdo porque no acababa de encajar. Cuando murió mi padre me dedique en cuerpo y alma a su fundación, a archivar sus papeles y me encontré con un tesoro arqueológico, la correspondencia que él cruzó con mi madre y mis hermanas, cartas mías que ya había olvidado. Y se me abrió un mundo. Pensé que ahí había tema para montones de libros. Pero me detuve y me dije, no, no voy a seguir siendo la buena hija que dedica su tiempo a defender la obra de su padre o a reinvidicar a su madre.

-El título lo dice claro, ‘Sin permiso’.

-Decidí no tener miedo a romper la imagen que me devolvía el espejo pero que no era la que yo había elegido. Así que me lancé. No sé qué efecto va a tener este libro pero sé que esto es lo que quiero hacer. No excluyo actuar pero me parece que la escritura es mucho más peligrosa en el fondo que la interpretación.

-Te pone más en riesgo. ¿Haber tenido un padre con ese peso público y esa potencia creadora la ha condicionado?

-Sí, porque le quería. Si no le hubiera querido habría sido más fácil romper con él. El problema es que yo quería mucho a mi padre y él nos quería mucho a las tres hermanas, pero de forma diferente. Yo era la mayor y aunque muy deseada también soy consciente de que le produje un trauma.

-¿En qué sentido?

-Para empezar estuve a punto de matar a mi madre en el parto y él, volcado en la creación, no acababa de hacerse a la idea de lo que suponía de verdad tener un hijo. Además, como suele suceder en ocasiones, los separé como pareja. Rompí un idilio maravilloso. Antes de ir a París a estudiar, mi padre describió físicamente en un texto a su mujer ideal. Conoció a mi madre en la cola de la facultad y le dijo en su francés macarrónico: «Toi, femme pour moi». (Tú, mujer para mí).

-Muy sutil no fue

-Lo sorprendente es que mi madre se correspondía en cada detalle a la descripción de la mujer que imaginó. Luego se convirtieron en Jasón y Medea. Nacen los niños y son la grieta. Y nosotras, por eso, crecimos flotantes y deshilachadas.

-Su padre llegó a definirla como su «amante intelectual»

-Fue un shock enorme. Lo dijo en el programa Epílogo que grabó Begoña Araguren destinado a ser emitido póstumamente. Lo vi cuatro días después de morir.

-¿Y cómo se sintió?

-Pues muy mal. Que una hija tenga un amor loco por su padre es normal, es el Edipo. Pero que el padre muerto diga que es correspondido te hace dudar un poco de todo. De cómo fue ese amor. No puedes evitar revisar la relación con tu padre... Vamos a ver..., yo sé que lo decía como un halago. Y espero que no se me entienda mal, no había ambigüedad alguna.

-Pero quizá no era la frase que quería oír de su padre.

-Eso es. Un padre tiene que estar ahí para proteger a los hijos no para ponerlos en peligro. A cualquier edad. Y yo en aquel momento me sentí en peligro. Aunque se me pasó en enseguida y me di cuenta de que lo decía como un halago a mi inteligencia. Lo que tiene gracia porque no me lo había dicho jamás en vida.

-Usted además es la única hija que le quedaba, sus hermanas menores murieron de forma trágica. «Viuda de sus hermanas», así se define.

-Sí, hablo de ello en el libro pero más bien de pasada. Es doloroso.

-Hay mucho dolor que tan solo se apunta en el libro. ¿Lo tratará con más detalle en el futuro?

-Me dije que era demasiado mayor para escribir lo que quería escribir. Tenía demasiados temas. Hice una lista y poco a poco todos esos asuntos se fueron convirtiendo en preguntas. A lo mejor no lo parece pero soy una persona muy púdica, me gusta llegar al fondo de la llaga pero sin exhibicionismo. En realidad lo que me interesa es la forma.

-¿Hay algún antecedente letraherido en la familia?

-Sí, mi abuela sueca. Tuvo una vida desgraciada porque publicó poemas muy libres en los años 20 y la tacharon de pornógrafa. Hay una maldición en las mujeres de mi familia. Tienen muchos deseos de crear pero chocan contra su autocrítica y su inseguridad, la familia, los hijos. Soy la primera en romper la maldición.

-En el libro una mujer recuerda cómo su padre le enseñaba el grabado de un kraken. Creo que de niña le asustaban las pinturas de su padre.

-Mi padre tenía muchos libros de erotismo y en ellos vi esa estampa japonesa con la mujer y el pulpo, tan erótica, Cuando él me decía que el kraken se llevaba a las niñas y las mujeres yo lo asociaba al rapto y la violación, pero a la vez a una idea fantasmática de placer. Algo muy turbador. Además la imagen del kraken, ese calamar gigantesco, siempre me ha fascinado, porque es la perfecta imagen para las personas que sufrimos ansiedad de cómo la angustia te constriñe y ahoga.

-Y que le parecen a las pinturas de su padre.

-[Ríe]. Pero fíjese que las pinturas de mi padre nunca me han dado exactamente miedo. Eran impresionantes pero no amenazadoras. Estaban ahí colgadas a secar con las pinzas de tender la ropa. Siempre he vivido con ellas. La gente me decía: «Uf qué dramático», pero para mí eran la normalidad. Aunque es son muy intensas.