Nadie habló de ellas como una generación ni fueron consideradas jamás un fenómeno sociológico, pero las mujeres que llegaron a la edad adulta durante transición tuvieron que afrontar el reto de alcanzar la madurez sentimental y sexual a caballo entre el oscuro mundo que quedó atrás y la sociedad consumista que les exige ser unas superwomen sin haberles preguntado su opinión. A partir de las reflexiones de una quincena de españolas nacidas entre finales de los 50 y comienzos de los 70, la novelista Marta Sanz (Madrid, 1967) ha construido en Éramos mujeres jóvenes (Fundación José Manuel Lara) un retrato de los prejuicios y tabúes que rodearon los usos amorosos del posfranquismo.

-¿Qué encontró en esas voces femeninas?

-Me ha llamado la atención la necesidad que tienen las mujeres de mi generación de hablar sobre cómo vivieron ese proceso, cómo fue su educación sexual, qué pensaban del mito del príncipe azul, qué encontraron después. Como novelista, me ha sorprendido la capacidad que tienen algunas para recordar y describir momentos íntimos de una sensualidad apabullante. Envidio la forma como una de ellas relata cómo un hombre le chupaba delicadamente un pie en un encuentro sexual.

-¿Se atreve a hacer conclusiones sobre la formación sentimental y sexual de esa generación?

-Hablar de la mujer de manera esencialista no es correcto, porque cada una vivió esos años de manera diferente. Digamos que no existe la mujer, sino que hay mujeres. Sin embargo, todas tuvimos en común la obligación de pasar de una época en la que la sociedad nacional católica nos reprimía -a todos, pero muy especialmente a las mujeres-, a otra sociedad de mercado que sigue siendo exigente con nosotras, aunque de otra forma más sutil. La represión ha cambiado de rostro, pero continúa.

-La de antes era evidente. ¿Cómo es la de ahora?

-Las mujeres hemos asumido como propias unas expectativas que no son nuestras, sino masculinas, herederas del patriarcado histórico. A resultas de esto, nos castigamos con la percepción de nuestro propio cuerpo llegando incluso a ejercer la violencia quirúrgica contra nosotras mismas. Y este cambio lo hemos vivido sin crítica, sin pararnos a pensar si es esto lo que queremos para nosotras. Yo la primera.

-¿Cómo lo vivió?

-De adolescente fui a un instituto femenino. Me recuerdo en el patio mirando a las compañeras con ojos de camionero. Pero de camionero obsceno. Soy mujer heterosexual pero, sin darme cuenta, había incorporado a mi mirada la del hombre, que se fija en las tetas, el culo o las piernas de una mujer como no lo haríamos nosotras de forma natural.

-¿Cómo ha ocurrido el proceso?

-No creo que responda a un plan de tipo conspirativo. Más bien, es la consecuencia del modelo económico en el que vivimos, que lo mercantiliza todo, entre otras cosas a las mujeres. A diario somos bombardeadas por estímulos que nos obligan a reproducir modelos machistas que nos hacen daño, pero frente a los cuales no protestamos.

-¿Su discurso es feminista?

-Sí, pero no en tono de arenga, sino como mirada que describe una realidad. A menudo voy a clubes de lectura, donde suele haber muchas mujeres, y a veces oigo a algunas decirme: «No pareces feminista porque se te ve muy simpática». Otras, directamente, equiparan el feminismo al machismo. Entonces tienes que explicarles que esas dos palabras pertenecen a campos semánticos distintos, que el machismo es una lacra social fruto de una injusticia mantenida durante siglos, mientras el feminismo es un discurso teórico corrector que a veces tiene una proyección política. Las mujeres feministas no luchan por aplastar la cabeza a los hombres y castrarlos, solo piden igualdad de oportunidades. Tener que explicar esto en pleno siglo XXI revela hasta qué punto la normalidad está llena de perversiones. Debemos hacerlas visibles.

-Por ejemplo, la de la independencia económica como vía para liberar a la mujer, según cuenta en su libro.

-Mi madre nació en 1944. Pertenece a la primera generación de mujeres que se planteó postulados feministas. Desde pequeña me decía que debía ganarme la vida para ser independiente. Y tenía razón, pero en aquella recomendación había una trampa que solo hemos descubierto después. Porque trabajar te da independencia frente al padre primero y frente a la pareja después, pero no te la da frente al patrón que hoy sigue pagando más al hombre que a la mujer por hacer el mismo trabajo.

-Otro tópico que desmonta es el del amor. Me refiero a la forma que tienen las mujeres de su generación de relacionarse con esta palabra.

-Si le pregunta a una mujer liberada si el amor es el centro de su vida, le dirá que no, que hay otras cosas más importantes, como su carrera, su independencia… Es la respuesta que se espera de ella. Me parece una enorme falacia que nos hace cómplices, sin darnos cuenta, de la lógica neoliberal más perversa. ¿Cómo que el amor no es el centro de nuestras vidas, tanto de los hombres como de las mujeres? ¿Acaso no es el amor a nuestros seres queridos lo que nos mueve? Resulta que para luchar contra el mito romántico que nos hizo tan infelices en el pasado, hemos llegado al extremo contrario, a negar el amor.

-Según cuenta, el sexo es un terreno abonado para este tipo de trampas.

-Para alejarnos de la formación sexual mojigata que recibimos, las mujeres de mi generación aceptamos convertirnos en auténticas contorsionistas sexuales, a veces a riesgo de nuestro propio placer. Nos exigimos estar a la altura de la mayor experiencia sexual y a ser unas superwomen en el ámbito camero, nos guste o no. Me parece bien serlo si lo eliges tú y te da placer, pero que no nos obliguen a sentirnos mal por no querer vivir nuestra sexualidad como una experiencia pornográfica. De todos modos, esa evolución no siempre va en el mismo sentido.

-¿A qué se refiere?

-Muchas madres de mi generación me cuentan que observan que sus hijas tienen una relación con el sexo mucho menos liberada que ellas, que son más conservadoras en materia erótica. Me parece inquietante. Parece que damos dos pasos adelante y luego uno hacia atrás.

-En los años que retrata en su ensayo, España vivió la ola del destape. ¿Cómo influyó en la percepción sexual de aquellas mujeres esa repentina fiebre por ver cuerpos desnudos en las películas y las revistas?

-En muy poco tiempo pasamos de una mujer manipulada por su confesor, que le decía que no podía disfrutar en la cama porque eso era sucio, a la salubridad de ver a Marisol, la niña cantora del franquismo, desnuda en la portada de Interviú. Creo que en un primer momento fue bueno, porque lanzó el mensaje de que los cuerpos, que llevaban décadas ocultos y tachados, se podían y debían mostrar. Fue liberador, pero aquello dio paso a la fetichización y banalización del cuerpo femenino y a su comercialización a lo bestia. Una comercialización en la que hemos colaborado todas.

-¿Qué deberían haber hecho?

-Tal vez, aprovecharnos de esa banalización. Ya que nos han convertido en eso, saquémosle rendimiento. Si eres escritora, al final lo que queda es si eres guapa o no, o con quién andas, no cómo escribes. A veces me planteo si no sería mejor usar esa situación para darle la vuelta con ironía y satirizarla, y a continuación hablar de lo que a nosotras nos interesa. Es lo que sugiere la socióloga Catherine Hackim, la rentabilización de nuestro capital erótico. Yo era crítica con esta propuesta, pero ahora tengo dudas. Para que otros se beneficien de nuestro capital erótico, seamos nosotras las que le sacamos partida.

-¿Cómo definiría a la mujer resultante de ese viaje desde el franquismo hasta la actualidad?

-El adjetivo que mejor define a la mujer de hoy es estresada. Hemos aceptado autoexplotarnos en todos los terrenos de nuestra vida. En el ámbito doméstico, en el laboral, en el sexual... Somos competitivas sin desearlo, simplemente porque la sociedad nos lo exige. Creo que debemos reflexionar sobre esto. Y a continuación, debemos hablarlo.