Sabe ponerse Mario Vargas Llosa bajo la luz de los flases y ayer en Madrid lo demostró con su habitual elegancia. La presentación de su última novela, El sueño del celta , a menos de un mes de haber sido ser tocado por la varita del Premio Nobel de Literatura 2010 (bingo para Alfaguara, que lo celebra con una tirada mundial de medio millón de ejemplares) estuvo plagada de paradojas. Como paradójico es el protagonista de la obra, el irlandés Roger Casement, un hombre que empezó admirando al poderoso británico y a sus valientes exploradores, y se transformó en un luchador de los derechos humanos de los nativos del Congo y más tarde de los indios de la Amazonia, hasta convertirse en un personaje molesto para el imperio que lo había ensalzado y finalmente lo ajustició por traidor por su abrazo definitivo a la causa independentista irlandesa.

"Obtener el Premio Nobel nunca estuvo en mis aspiraciones literaria. Mi sueño secreto es que se lean mis libros como yo he leído los libros fundamentales que cambiaron mi vida". Pero todas estas tranquilas consideraciones se fueron a pique el pasado 7 de octubre, recuerda, cuando 20 minutos más tarde de que se proclamara el Premio Nobel, su domicilio se llenó de los periodistas más diversos y de las más variopintas procedencias. Desde ese momento crucial, a Vargas Llosa se le ha trastocado la máxima de su adorado Flaubert según la cual "escribir es una manera de vivir". La suya se ha visto distorsionada, "apenas puedo escribir dos o tres horas seguidas. Me incomoda terriblemente haber tenido que transformar mis estrictos horarios de trabajo". Y con su amplia sonrisa remata: "Me siento acorralado e invadido . Vargas Llosa no le teme a la página en blanco. "Mi miedo es no tener tiempo suficiente como para escribir todo lo que he planeado".