En su trabajo como psicóloga forense, Inge Schilperoord (La Haya, 1973) se cruzó con un pederasta. «Había cometido delitos sexuales contra niñas y había estado en prisión. Le hice una evaluación para entender por qué la terapia que seguía no le funcionaba. Y empecé a sentir pena y empatía por él porque, aunque lo que había hecho era espantoso, se sentía mal y culpable y hacía un esfuerzo por cambiar. Pero estaba atrapado en sí mismo».

Ese fue el origen real de Jonathan, protagonista de No volverá a pasar (Catedral), donde la autora se pone en su mente de pedófilo, palabra que nunca aparece. «Pensé en lo difícil que debe ser vivir con esos impulsos y luchar contra ellos. ¿Cómo eliminarlos? Él no es un psicópata. Y planteo una pregunta más universal: ¿cómo puede cambiar un ser humano lo que es? ¿Cómo luchar contra una adicción o un deseo que llevas dentro? También en la adicción a las drogas o el alcohol se luchan esas batallas interiores».

El libro ha sido un éxito de ventas y crítica en los Países Bajos y Bélgica, se ha traducido a siete lenguas y en verano empezará el rodaje de la película. Pero Schilperoord se para a reflexionar sobre cómo se habría acogido su debut «si en lugar de una mujer hubiera sido un hombre quien lo escribiera». «Me habrían convertido en sospechoso y preguntado si tenía la mente sucia».

Ella realiza evaluaciones psicológicas y psiquiátricas a acusados de todo tipo de delitos y envía los informes al juez. Los pederastas, ¿son enfermos o lo suyo es maldad? «La pedofilia está catalogada como trastorno mental. Pero en mi trabajo evaluamos la capacidad del delincuente de rendir cuentas. Un pedófilo puede ser mentalmente responsable porque, como cualquier ser humano, puede controlar sus impulsos y deseos. En psicología forense no emitimos juicios morales, los aparcamos aunque lo que han hecho pueda causarte asco, náusea o terror».

La tentación vive al lado

Su protagonista, de 30 años, ha salido de prisión por falta de pruebas. Y vuelve a vivir con su madre, a la que cuida pero que «no quiere enfrentarse a lo que ocurre», con un perro y un pez, en un barrio solitario. La tentación vive al lado, en forma de una niña, cuya madre nunca está en casa. «Le pongo a prueba hasta el límite. Quiere mantener la distancia pero la niña se le acerca y él quiere cuidarla y de alguna forma protegerla de sí mismo». Culpabilidad, vergüenza, miedo a recaer, angustia por autocontrolarse... Schilperoord no sabe cómo le habrá ido a su antiguo paciente pero «la tasa de reincidencia es muy elevada», admite.

«Es difícil vivir sabiendo que lo que anhelas solo puedes satisfacerlo haciendo daño a otros. No todos son monstruos, hay pedófilos que sienten esas pulsiones pero las reprimen y no llegan a delinquir. Otros lo hacen porque se sienten atraídos por niños y no tienen relaciones con adultos. Pero también hay personas que hacen cosas terribles a los niños y no son necesariamente pedófilos».

Según la psicóloga, «la soledad y aislamiento que sufren los pederastas es, paradójicamente, un problema gravísimo». «Son los delincuentes más odiados, menospreciados y marginados por la sociedad y en las cárceles, donde son maltratados por otros presos, porque se aprovechan de los más vulnerables, nuestros hijos. En Estados Unidos e Inglaterra se publican sus fotos y direcciones, son señalados y agredidos. Eso es un factor de riesgo enorme porque solo hace que se amarguen, se sientan rechazados, se enfurezcan y reincidan».

Schilperoord admite que, aunque «hay mucha investigación científica del cerebro no hay nada concluyente» que explique estos comportamientos. También duda sobre la efectividad de la castración química porque hay muchos tipos de pedófilos. «Quizá para algunos funcione, pero ¿se les puede obligar a someterse a ella? Otros dicen que ellos no tienen ningún problema, que no ven qué hay de malo en que les gusten los niños. ¿Qué hacer? ¿Encerrarlos en prisión y lanzar la llave al océano?».