La petenera se canta cadenciosamente. Está formada por octosílabos, por una cuarteta que a veces se transforma en un sexteto y, en sus letras tradicionales, dice cosas como: «Quisiera yo renegar / de este mundo por entero / volver de nuevo a habitar / madre de mi corazón / volver de nuevo a habitar / por ver si en un mundo nuevo / por ver si en un mundo nuevo / encontraba más verdad».

Lo podría haber escrito Clitemnestra.

A estas alturas, ya comprendemos a Clitemnestra. Y a Electra, a Fedra, a Medea, a Antígona sobre todo, a Creonte, a Jerjes, a Darío, a Orestes. Y a Helena de Troya y a Medusa. No ha sido por los clásicos: ha sido por la lectura que, de los clásicos, han hecho directores y dramaturgos y bailarines de aquí y de ahora.

Eso se lo debemos al Festival de Mérida. Hasta las comparativas sobre las mismas obras se las debemos al festival.

Por ejemplo: Eurípides casa a Electra con un labriego que no mantiene relaciones con ella porque Electra nunca ha yacido con varón y no se siente con valor para desposar a alguien de alta cuna. Sófocles la presenta viviendo en una choza, pero soltera. El mito lo podemos resumir. Imaginen: Agamenón y Clitemnestra reinan en Micenas. Agamenón se va a la guerra de Troya que, como todos ustedes saben, tuvo cercada a la ciudad más de diez años. No hay viento y los dioses, en su infinita crueldad, le ordenan matar a su hija Ifigenia.

Imaginen a una mujer viviendo sola en palacio una década. Impensable. Clitemnestra, que no es Penélope esperando a Ulises, manda a su hijo Orestes a vivir a otra ciudad para que no le maten ni se disputen el trono a su muerte. Y se casa con Egisto porque necesita a un hombre al lado. Qué mente política, esta señora. Al cabo de los diez años, Agamenón regresa, con la concubina de rigor (Agamenón tampoco es Penélope), que ve el futuro y, por ello, la tildan de loca y Clitemnestra lo asesina.

En otras versiones, es Electra la que salva a su hermano pequeño cuando Clitemnestra mata a su padre.

El oráculo de Delfos le dice a Orestes que vaya a vengar a su progenitor. Se encuentra con Electra. Conspiran. Orestes mata a Egisto y a su madre. Algunos dicen que a su madre no pudo. Y que Ifigenia se recluyó en Tauris como sacerdotisa, porque Agamenón está dispuesto, pero la diosa se apiada y coloca un cervatillo en su lugar: como hizo Yahvé con Isaac, el de Abraham: las historias se repiten. Lo que sí es seguro es que, antes de Orestes, estuvo Átreo y, antes, Pelops y que, generación tras generación, en esa familia siempre hubo sangre y venganza y muerte.

Al Ballet Nacional de España se le ocurrió montar un espectáculo con toda esta tragedia y llamaron a Antonio Ruz. Ruz es coreógrafo: en Mérida hemos visto su trabajo ya (por ejemplo, en la Antígona que hizo Miguel del Arco con Carmen Machi como Creonte), pero él no había venido nunca, ni siquiera como espectador. Antonio Najarro lleva siete años dirigiendo el Ballet Nacional y le encomendó que, obviamente, la esencia del ballet (que es la danza española) no desapareciera, pero que quería que los bailarines vivieran el proceso de utilizar otros lenguajes: el teatral también. Y ahí entró Alberto Conejero para escribir las letras de las canciones (por muchas letras maravillosas que tenga el flamenco, ninguna cuenta la vida de Electra).

«Dónde está la novia / novia tan bonita / novia tan bonita» canta Sandra Carrasco, la cantaora que hace de Corifeo. Esta Electra comienza con la boda de Ifigenia y acaba con la suya propia. Con bodas, con muerte («la sangre llama a más sangre»), con fantasmas que regresan, con hermanos que se utilizan, con el destierro, con la deshonra.

Electra es una viola, nos contaba Antonio Ruz. Clitemnestra es otro instrumento, que no ha querido desvelar. Cada uno tiene unas notas que le caracterizan, un ritmo, una cadencia. Además de los músicos del Ballet Nacional de España, en el escenario está la Orquesta de Extremadura, que ya participó con el ballet con Medea hace cinco años y cuyo gerente, Esteban Morales, ha pedido más presencia en el festival.

Nos sumamos a la petición.

Y con flamenco y otras músicas, Antonio Ruz quería que el mundo rural (él es cordobés, desciende de agricultores) también estuviera presente, con toda su crudeza, porque el mundo rural no es esa Arcadia de vida de cuento idealizada que se les vende a quienes no han visto una vaca más que hecha filetes en una bandeja de porexpan. «Cuando el gordo del pueblo se llevaba a mi tío, el retrasado, para violarlo, / mi tío volvía del campo serio, triste y muy serio, / y al sentarse en la silla notábamos que le dolía el ano, / pero al poco tiempo el gordo del pueblo / se lo llevaba al campo para violarlo otra vez». «Todo ocurría en el campo, / en mitad de esa naturaleza a la que los poetas cantan / como fuente de inspiración y de revelaciones». Lo escribe Angélica Liddell en su Trilogía del infinito. Y esta oscuridad, que existe, que se conoce y de la que no se habla, esta sordidez incluso, es la que impregna Electra, la que vivía en una choza y quiere sangre.