Angel González murió ayer en Madrid a los 82 años tras una vida dedicada al compromiso político, a la docencia en Estados Unidos y, sobre todo, a la poesía, género que renovó con un lenguaje cotidiano e irónico. "No escribo como un hijo de Dios sino como un hijo de vecino", dijo en una ocasión para sintetizar su obsesión por acercar la poesía al lector sin florituras ni hermetismos. Miembro de la generación poética de los 50, falleció cuando llevaba dos días hospitalizado tras haber sufrido una crisis respiratoria.

Nacido en Oviedo en 1925, era hijo de una familia represaliada en la guerra civil (uno de sus hermanos fue ejecutado y otro se exilió). Comenzó a interesarse por la poesía en 1943 cuando tuvo que guardar reposo a causa de una tuberculosis, la enfermedad de los desnutridos de la posguerra. Recluido tres años en una zona montañosa de León, condenado a la inactividad, allí surgió el germen de Aspero mundo , que publicó en 1956 animado por Vicente Aleixandre y que contiene el poema Para que yo me llame Angel González .

Estudió Derecho y Magisterio y, ya en Madrid, practicó el periodismo hasta que, incapaz de soportar la censura del régimen, optó por opositar a funcionario del Ministerio de Obras Públicas. González fue miembro del Partido Comunista de España (PCE), en el que militó hasta que la URSS invadió Checoslovaquia. Desde entonces, decía, "trato de mantenerme rojo".

NUEVO MEXICO En 1973, harto de la dictadura franquista --"parecía que no se iba a acabar nunca", se lamentaba--, emigró a Estados Unidos y dio clases de literatura española contemporánea en la Universidad de Albuquerque (Nuevo México) hasta 1993. Mientras, siguieron a Aspero mundo los poemarios Sin esperanza, con convencimiento (1961), Palabra sobre palabra (1965), Tratado de urbanismo (1967), Prosemas o menos (1985), A todo amor (1988) , la antología Lecciones de cosas y otros poemas (1998), 101+19=120 (2000) y Otoño y otras luces (2001).

El poeta ingresó en 1997 en la Real Academia de la Lengua. Tras su jubilación conservó su casa cercana a las montañas Rocosas y viajó a menudo a España, donde fue recibiendo premios y reconocimientos como el Príncipe de Asturias de las Letras en 1985. Escéptico y amable, con gafas de gruesos cristales y una sempiterna barba, González era muy apreciado por una nueva generación de poetas que ayer lloraba su muerte en el tanatorio madrileño de San Isidro.

Luis García Montero declaró que se había ido "más que un poeta, un gran amigo"mientras que el cantautor Joaquin Sabina, que musicó sus versos, dijo que "era un poeta en carne viva". José Manuel Caballero Bonald, encuadrado en su misma escuela, le recordó como "amigo del alma". Antonio Gamoneda señaló que "se incorporó en los años 50 a las pautas poéticas del realismo, en donde se mantuvo con gran dignidad".

González pasó a la retaguardia en los años 80, cuando la generación de poetas novísimos arrinconó a los poetas sociales y políticos. Superado el sarampión de la moda, siguió a lo suyo, que no era más que "utilizar el lenguaje común, el lenguaje de todos, porque la manera en que la gente habla es para mí una materia de trabajo como para otro es materia de trabajo el lenguaje barroco". Cultivó la ironía, primero como retórica contra la censura pero luego como medio de expresar "la ambigüedad del mundo". Años antes de morir dijo que el premio más grande que le pueden dar a un poeta es "que le lean".