Entre 1993 y 1998, la cadena NBC usó el eslogan Must see TV (Televisión que debe verse) para referirse a sus bloques de prime time y, en particular, el de los jueves, en el que se concentraban sus dramas (Urgencias) y comedias (Seinfeld, Friends) más exitosos. El advenimiento del streaming y el desarrollo de los dispositivos electrónicos han transformado espectacularmente los hábitos de consumo: hoy parece casi imposible convencer a una masa sustancial de espectadores para que se reúna cierto día, a cierta hora, para ver un mismo episodio de televisión. La conversación en torno a las series se mantiene (es uno de los temas favoritos en redes sociales), pero muy difuminada, estructurada en torno a un puñado de nichos. La única trama central que une a los aficionados parece Juego de tronos, el Must see TV de nuestro tiempo, como corrobora, de nuevo, su victoria en los Emmy 2018.

¿Por qué ha ganado Juego de tronos el Emmy a la mejor serie dramática, además de otros seis premios? Probablemente, porque es la serie que más votantes han visto. Recordemos que aquí votan profesionales de muchos ámbitos que quizá no tengan el mismo tiempo que, digamos, los críticos para ver series. Y la única entre ellas que ocupa la conciencia colectiva, la que debe verse para no quedar descolgado al día siguiente en oficinas y reuniones con amigos, es Juego de tronos.

Pero si la adaptación del universo de George R.R. Martin triunfa en audiencias y resonancia cultural y en los Emmy no es por nuestra tendencia natural a la mentalidad de rebaño, sino por ser una formidable máquina de entretenimiento, sobre todo en sus últimos episodios. Podemos recordar tramos áridos como la parte central de la quinta. Nada de eso en esta séptima temporada, en la que los showrunners David Benioff y D. B. Weiss, liberados de la presión de seguir los libros al pie de la letra, han puesto el turbo, abreviado los discursos y cultivado a conciencia lo que muchas series de prestigio se olvidan de cultivar: la diversión. Ese debe ser su secreto.