Patty es una muñeca de porcelana de rubios tirabuzones, ojos azules y sonrosados mofletes; viste de organdí blanco... y lleva una estrella de David grabada en la nuca. Nació en 1935 en la fábrica Lehmann, en el 159 de la calle Consell de Cent, filial de la empresa alemana que antes del nazismo era de los padres de Dory Sontheimer (Barcelona, 1946), residentes en España desde antes de la guerra civil y que para protegerse castellanizaron sus nombres y le ocultaron a su hija su origen judío y el trágico pasado de su familia, 40 de cuyos miembros no sobrevivieron al Holocausto.

Aquel pasado familiar se lo legaron en forma de cartas, documentación, fotos..., guardadas en las siete cajas que ella descubrió en casa al morir su madre y que dieron título a su primer libro, en el que recuperaba sus vidas. Ahora, en La octava caja (Circe), con Patty como hilo conductor, reconstruye los destinos de cinco niños de su familia de Praga. «Cada uno es un ejemplo distinto de cómo vivieron los niños el Holocausto. Los nazis exterminaron a un millón y medio. Pero no todo terminó en 1945, porque a muchos supervivientes las consecuencias les duraron toda la vida», cuenta Sontheimer en su casa de Barcelona, bajo la atenta mirada de Patty, que guarda desde que la encontró hace dos años, en una carambola del destino, en casa de unos amigos coleccionistas procedente de un anticuario de Londres.

«Sus historias me motivaron para intentar levantar conciencias. Vivimos en una sociedad muy laxa. Ellos me hacen pensar en lo que pasa hoy con los niños refugiados... No debemos perder la memoria, debe seguir viva, no por venganza, sino porque la historia se repite, vemos que siguen existiendo pequeños holocaustos. Hay que estar alerta».

Gracias a los descendientes de sus primos, Sontheimer asume la voz de cada niño y completa los vacíos de la realidad novelando algunos de los hilos que los unieron. A Auschwitz llegaron Pavel, el benjamín, y Peter, tras su paso por el campo de Terezin. Allí estuvieron con Michael, autor de dos libros sobre su experiencia y el único que, con 86 años, aún vive, en Boston. «Es muy positivo. Tras la guerra llegó con su madre a Estados Unidos y empezaron de cero». «No hay un solo día de mi vida en el que no recuerde lo que pasé aquellos años, y, sobre todo, la muerte de mi padre», dijo Michael a su prima. Lo detuvieron y lo lanzaron a los perros.

También sobrevivió Tommy, pero «nunca lo superó». Era introvertido y, con 10 años, sus padres, a los que no volvería a ver, lo enviaron a Inglaterra. Acabó enfermo. «Sus hijos solo sabían que llegó de Praga con el benefactor Nicholas Winton, que logró mandar a Londres a 669 menores judíos huidos del nazismo. El 90% de ellos quedó huérfano».

Catherine, enviada también a Londres en 1939 por sus padres, con los que se reencontraría en Canadá, sirve a Sontheimer para imaginar el periplo de la muñeca, que también lleva grabadas las iniciales K y R; eran del ceramista que diseñaba las caras y coincidían con las de sus padres, Kurt y Rosel. «Ellos fueron la generación del silencio -señala-. Los supervivientes casi nunca contaron a sus familias lo que pasaron. Creo que superarlo implicaba mirar hacia adelante».

A Sontheimer, sus padres tampoco le hablaron de la fábrica Lehmann. Hasta hace muy poco incluso desconocía que el recinto del Eixample, que aún conserva la chimenea, ha sido recuperado como centro creativo. En la guerra la colectivizaron, en 1939 pasó a un apoderado y el régimen franquista nunca se la devolvió a su padre.

Ella visitó Auschwitz en mayo del 2015. «Fue sobrecogedor. No volveré -admite-. No puedo entender cómo pudieron envenenar tanto a una sociedad como para que 7.000 funcionarios se levantaran a las siete de la mañana para ir a matar seres humanos a la fábrica de exterminio y por la noche volvieran a casa a cenar con sus hijos». Y citando a Einstein, concluye: «La vida es peligrosa. No por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa».