Al menos según la cuentan en la Wikipedia, hay mucha miga en la historia de Tres metros sobre el cielo , el más destacado de los estrenos de esta semana y, posiblemente, una de las sorpresas taquilleras de las navidades: la primera novela de Federico Moccia fue publicada en 1992, en una edición minúscula pagada por el propio autor que se agotó al momento y que fue más fotocopiada que los apuntes de historia por la chavalería italiana. Anduvo 12 años circulando en ese formato pirata hasta que se reeditó como Dios manda en el 2004, coincidiendo con el estreno en Italia de una primera adaptación cinematográfica de la que aquí apenas se supo.

Por eso, tiene sentido que ahora llegue a nuestras pantallas una versión patria de esa crónica de un amor improbable entre una niña pija y un muchacho rebelde y peligroso, en la que no es difícil hallar conexiones con la saga Crepúsculo --se mire como se mire, es bueno que el cine español se preocupe de una vez por llegar al gran público--, aunque aquí no hay colmillos ni hombres lobo, y el encargado de atraer al cine a tantas adolescentes de hormonas locas no es el paliducho Robert Pattinson sino el ubicuo Mario Casas, en la piel de un chico malo que, en realidad, no lo es tanto.

La película de Fernando González Molina no nace con pretensiones de ser un tratado sociológico sobre la juventud. Es más bien un notable derroche de nostalgia firmado por un director, al que le gustaría tener 20 años y no 35. Es imposible ver la película y no pensar en el primer amor que hemos tenido. Con una factura impecable, la cinta supone un salto cualitativo frente a la taquillera Fuga de cerebros y nos invita a soñar y a recuperar el espíritu rebelde de la juventud.