De las muchas versiones que se hicieron para el Festival de la trilogía La Orestiada de Esquilo recuerdo muy bien la primera, montada en 1959 y 1960, porque fue el primer espectáculo que vi en el Teatro Romano. Una versión poética de Pemán dirigida por Tamayo, que ocupó el teatro y el anfiteatro en una misma función con cerca de 300 comparsas. Espectáculo exuberante con mucho artificio que causó un fuerte impacto en la gente. Y también recuerdo de esta obra griega el montaje -con bastante originalidad- de José Carlos Plaza en 1990 (cuando era director del Centro Dramático Nacional), su debut en el espacio romano, con una versión con acento crítico de Álvaro del Amo, más interesada por el conflicto político subyacente en la obra (que se daba en Las Euménides).

La Orestiada es la única trilogía conservada íntegra de Esquilo y de todo el teatro griego. La componen dos tragedias de destrucción (Agamenón y Las Coéforas) y una farsa de revestimiento (Las Euménides). El propósito del autor, atento a los procesos democráticos de la sociedad griega del momento, era mostrar la justicia punitiva y compensatoria de los dioses por medio de representaciones mitológicas en las que se describen los sucesos sangrientos que mancharon la estirpe de los Tantálidas. Por su desarrollo técnico y dramático y por su movimiento escénico es la más compleja de las tragedias de Esquilo, y como a estos elementos externos corresponde una profunda inspiración poética, se puede decir que es la más perfecta: arcaica y moderna, lírica y dramática, religiosa y racional.

La versión de Luis García Montero, que funciona como un todo constituyendo una sinfonía en dos partes, clarifica la historia aportando un fenomenal trabajo que compendia el denso texto de Esquilo de imágenes y frases largas y alambicadas (donde la gramática es a menudo tortuosa y el vocabulario es una intimidatoria combinación de grandilocuencia, metáforas y crudas yuxtaposiciones), elimina personajes prescindibles y compone otros, como el Anciano y el Magistrado para condensar matices e introducir otras metáforas relucientes. Todo para contraer nuevos valores simbólicos en función del entorno sociopolítico actual.

El poeta granadino, con el mismo resplandor poético del griego, recrea la parte final de la obra trasponiendo la crítica al juicio democrático, en el que prevalece la manipulación y la mentira a un pueblo que denuncia y no se le escucha; e introduce un epílogo metafórico de redención sublime -entre el espectro de Clitemnestra y Orestes- que enfrenta el amor a la crueldad, como un deseo profundo de enmendar la historia, de parar la Ley del Talión.

La puesta en escena del veterano Plaza está impecablemente armada para que entre por la retina y sacuda el alma en distintos momentos de la historia. Resulta un montaje de interés innegable, que brinda una oportunidad para la reflexión crítica del pasado y del presente y para contemplar la pura entrega de un reparto a nivel notable, con un corifeo y coro impresionante a la cabeza. Un montaje que acierta, mejor que otras veces, en la simbiosis de la acción y del sonido musical, en las hermosas composiciones del espacio escenográfico (mapping) y en los ritmos internos, biológicos, creadores de esa atmósfera de lo sobrenatural, de esas influencias sensibles -aunque invisibles- que pesan sobre los destinos de los personajes.

No obstante, es justo advertir que en la primera parte la función -aunque los actores se vean dirigidos con sabiduría- puede parecer que acusa cierta lentitud rítmica, algo que crea algún tedio en los espectadores que no conocen bien el mito. De forma diferente, en la segunda parte -donde no se puede construir más limpia y más humanamente esta historia de espanto y muerte-, todas las complejidades del texto vuelan rápidas en un ritmo -en crescendo- de espectáculo ágil, absorbente y rotundo.

En la interpretación, casi todos los protagonistas hacen un trabajo coral rotundo y fascinante. Sin embargo, creo que los que más calaron fueron los de Amaia Salamanca (Electra) y Ricardo Gómez (Orestes). La primera crispando la voz y descoyuntando una gestualidad perfectamente hilvanada en los matices de una joven perturbada que desea la venganza a toda costa. El segundo, realizando un rol contundente y claro, mostrando los sentimientos y las dudas ante su madre -que asesina- sin desajuste alguno y subrayando los momentos álgidos de la tragedia. Ana Wagener (Clitemnestra), que tiene maneras de actriz magnífica, esta mejor cuando sale de espectro, donde su voz cadenciosa fluye con mágica y sorprendente naturalidad.

Para mí, lo que más brilló fue el coro -Juan Fernandez, Carmelo Crespo, Pepa Gracia, Emilio Gómez, Ana Goya, Montse Peidro, Sergio Ramos, Jorge Torres, Charo Zapardiel- que diversifica sus roles con milimétrica exactitud en voces y movimientos, activando todos los resortes de una época y honrando cada una de las mil sutilidades del poético texto.