Para el común de los mortales, los Oscar son un espectáculo que seguir por televisión una vez al año. Pero para quienes trabajan en lo que en Hollywood se denomina directamente "la industria", como si no hubiera otra, lo que se vive es la Oscar week, una semana para celebrar el cine pero donde el cine tiene poco o nada que hacer frente al estrellato, el glamur, los contactos y el poder.

Sirve como ejemplo la fiesta ecológicamente consciente patrocinada por Entertainment Weekly en honor a Al Gore y al documental Una verdad incómoda para la que Antonio Banderas y Melanie Griffith prestaron el jueves su mansión de dos plantas en Hancock Park. Allí la estrella más buscada era el exvicepresidente del Gobierno de Estados Unidos, mientras el director de la película, Davis Guggenheim, paseaba mucho más anónimo junto a invitados como los nominados Penélope Cruz y Jackie Earle Haley (el pederasta de Little children ).

Era importante dejarse ver allí, pero, como demostraron Milla Jovovich y su novio, Paul W. S. Anderson, y el rapero Ludacris, en Hollywood esta semana lo imprescindible es multiplicarse y dejarse ver cada noche en más de uno de los múltiples eventos organizados, unas citas donde cambian las tendencias. Este año se confirma que han muerto las grandes fiestas de estudios y ahora lo que imperan son reuniones más exclusivas.

Ludacris se fue de casa de Banderas al Beverly Hilton, donde Jamie Foxx era maestro de ceremonias en un jolgorio para celebrar el fulgurante ascenso al estrellato de Jennifer Hudson, nominada por Dreamgirls. Mientras, Jovovich y Anderson saltaban al Skybar del Hotel Mondrian, en Sunset Boulevard, donde se celebró otra de las fiestas clave de la noche en honor a Forest Whitaker, el Oscar a mejor actor en casi todas las apuestas. Por allí se dejó caer hasta el rockero Alice Cooper.

Su máxima amenaza para no llevarse la estatuilla, Peter O´Toole, era celebrado al mismo tiempo junto a Helen Mirren en la fiesta en el cercano Sunset Towers.