El doctor de las SS Josef Mengele (1911-1979), el Ángel de la muerte de Auschwitz, fue uno más de los numerosos médicos que experimentaron con presos del campo de exterminio. Pero él pasó a la historia con una aureola de leyenda, alimentada por películas como Marathon man y Los niños del Brasil, de nazi poderoso, inteligente e inaprensible, refugiado en Suramérica. Sin embargo, aunque es cierto que jamás fue detenido ni juzgado, que pese a ser una de las presas más codiciadas de cazadores de nazis como Simon Wiesenthal y del Mossad logró eludirlos, su vida no fue nada plácida, y su final, patético, ahogado en una playa de Sao Paulo a los 68 años. De «desmitificar a ese criminal y mostrar qué clase de hombre era en realidad» se encarga el periodista y escritor Olivier Guez (Estrasburgo, 1974) en La desaparición de Josef Mengele (Tusquets), premio Renaudot 2017. «No son memorias», avisa, sino una novela de investigación, basada en hechos documentados, que pone el acento «en la mediocridad del mal».

SISTEMA NAZI / «¿Cómo un hombre, hijo de buena familia, pudo enviar a 400.000 personas a las cámaras de gas mientras tarareaba ópera y cortar luego a niños en pedacitos?», se pregunta. «Mengele fue el empleado modelo del sistema nazi de las fábricas de la muerte».

Guez sigue al huido Mengele desde su llegada a Buenos Aires, en 1949. Protegido por la Argentina de Perón y por las redes filonazis, vivió un inicio de exilio dorado. «No hay que olvidar quién era. No era militar ni un auténtico soldado como otros nazis. Fue a Auschwitz [1943] para promover su carrera. Soñaba con un título de profesor universitario tras la guerra. Carecía de empatía. Y pudo escapar y desaparecer gracias al dinero que le enviaban sus padres desde Alemania. Era de una mediocridad increíble».

Visitó Guez el feudo de los Mengele en Baviera, cuyas industrias daban vida a Günzburg -«toda la ciudad era suya»- . Ellos siempre mantuvieron el contacto con el huido guardando silencio sobre su paradero. Y pisó el escritor el lugar donde malvivió durante dos décadas tras gozar un tiempo de la protección del Paraguay de Alfredo Stroessner. «En una favela de Sao Paulo, a 40 grados, un lugar que era un horror, una prisión a cielo abierto, con mosquitos enormes y una impresionante humedad. Estaba solo, sin trabajo, sin atrever a moverse, paranoico y con la angustia y el temor a que de un momento a otro el Mossad u otro lo raptaran y mataran como a Eichmann. Todo ello, esa incertidumbre, fue una forma de castigo para él», opina el escritor sobre el fiscal alemán.

Mengele nunca se arrepintió ni sintió piedad por sus víctimas. «La primera vez que alguien le confrontó con su pasado fue cuando en 1977 le visitó en secreto su hijo Rolf, para el que ser hijo de Mengele ha sido un infierno». Su madre le ocultó durante años quién era su padre. Mucho después, cuando lo descubrió, decidió verlo para intentar entender cómo fue capaz de tantos crímenes. «Rolf le preguntó qué hizo en Auschwitz. Y Mengele no mostró ningún remordimiento. Al contrario, decía que era un soldado, que cumplía con su deber» y que utilizaba la medicina como la maquinaria del Reich le permitía para proteger al pueblo alemán siguiendo las ideas de pureza aria. Rolf no quiso volver a verlo y cambió de apellido, pero fue incapaz de traicionarle y revelar su paradero.

Guez incluye el testimonio de Miklós Nyiszli, médico judío húngaro obligado a ser «el bisturí» de Mengele. Contaba cómo este efectuaba, sobre todo, con «enanos y gemelos» y en su «zoo de niños», «todos los experimentos médicos que el cuerpo humano es capaz de soportar». «Mengele nos hace preguntarnos qué locura invadió a Europa para que Alemania, la nación más desarrollada y sofisticada del continente, dedicara todos sus esfuerzos a matar a miles de personas en fábricas de la muerte. Es un misterio», cuenta. «Cuando el testimonio vivo, la palabra directa, desaparece porque ya han pasado 75 años, es la literatura la que puede recuperar esas voces y guardar el relato de lo ocurrido ante la tentación del olvido», concluye.

Mengele se ahogó en Brasil en 1979. Pero eso no se supo hasta 1985, cuando varias filtraciones llevaron a sus huesos. El ADN confirmó que aquel esqueleto, que acabaría en la Universidad de Medicina de Sao Paulo, era del escurridizo monstruo.