Invictus es la clase de película hecha con tal profesionalismo y basada en un tema tan noble que casi tiene aseguradas críticas respetuosas, especialmente teniendo en cuenta el crédito garantizado a Clint Eastwood en los últimos años --en parte por la admiración que provocan su incansable ética laboral y su vejez-- fueron perdonadas unánimemente hasta la manipulación melodramática de El intercambio y la automitificación casi paródica de Gran Torino .pero es un trabajo dolorosamente impersonal. Todo grandiosidad y simbolismo, eso sí, una narrativa que habla con mayúsculas pero no dice mucho más que tópicos.

Es cierto que la historia de los esfuerzos del presidente surafricano Nelson Mandela en 1995 para apoyar al equipo nacional de rugby, equipo simbólico del apartheid, en su periplo por el campeonato mundial --ese respaldo funcionó como una astuta maniobra populista para curar a una nación racialmente rota-- exhibe la robustez y claridad formales y la suficiente distancia de la sensiblería típicas de Eastwood. Al mismo tiempo, sin embargo, el enfoque convencional del cineasta provoca que el filme huela a cerrado, y que un relato de merecedora significancia histórica queda convertido en un estereotipado drama deportivo.

En el inevitable y apoteósico partido final está en juego nada menos que el futuro de un país que trata de despojarse de la sombra del apartheid, pero Eastwood no permite que eso se perciba como más que superficiales mecánicos dramáticos, por lo sujeta que está su película a la gramática convencional de Hollywood y por lo superficial que es su descripción de Mandela.En lugar de investigar lo que podría llevar a un hombre tan maltratado por la vida a escoger el perdón, la paz y la conciliación, mira solo a sus maniobras políticas.