Anoche, cuando el canal Arte alemán conectó en directo con la alfombra roja de la Berlinale mientras Pierce Brosnan y Ewan McGregor acudían a la presentación de The ghost writer , seguro que Roman Polanski estaba ante el televisor, en su mansión de Gstaad, donde permanece bajo arresto domiciliario por un antigua denuncia en EEUU de abuso de menores y desde donde dio los últimos retoques a su película antes de enviarla al certamen.

En cualquier caso, ya casi estaba acabada antes de la detención de Polanski en septiembre. "En agosto acabó un primer montaje, y un primer montaje suyo es como un montaje definitivo para otros directores", relataba ayer el productor, Robert Benmussa. Se entiende perfectamente que Polanski decidiera adaptar el libro homónimo de Robert Harris, porque la película contiene muchos temas habituales en sus trabajos previos --conspiraciones en la sombra, personajes aislados en un entorno opresivo-- y, en concreto, más que obvias conexiones con El quimérico inquilino . Ayer, Harris se esforzó por definirla también como un thriller político de rabiosa actualidad, en tanto que establece oscuras conexiones entre el Gobierno británico, la CIA y la guerra de Irak.

El filme desarrolla un intriga más bien convencional que abraza sin reparo los vicios más socorridos del género, como las pistas falsas, las improbables y repentinas revelaciones y la nula caracterización de los personajes

La otra película presentada ayer a competición, Howl mezcla documental, ficción y fantasí animada en un plomizo análisis de texto sobre la obra cumbre del poeta Allen Ginsberg.