Cuando tenías siete años y llamaba un comercial para preguntar: «¿Está tu papá?», tú respondías, muy seria, muy malhumorada también: «Mi padre no está». Remarcando muy bien la palabra padre. Cuando tenías cuatro años, sabías los nombres de las monturas de Don Quijote y Sancho Panza y que Darth Vader es un soldado imperial que es malo. Cuando tenías dos, pedías a Beethoven en el equipo de música. Cuando eras niño, no te gustaban las canciones infantiles porque te trataban como el comercial: como si fueras imbécil y no solo pequeño. Preferías los juegos de construcción a los muñecos. No te gustaban las faldas y querías un sable, como tus hermanos. Y saber subir a los árboles. Querías ponerte vestidos, pero no podías salir a la calle con ellos.

Luego creciste sabiendo quiénes son Nolde, Monteverdi y Pär Lagerkvist, a los que no oíste nunca nombrar en la escuela. Y decidiste que no te gustaban las gentes de toga y sí las gentes de espada. No tenías extrañas manías, como el niño raro de Vicente Aleixandre que de adulto comenzó a mirar a los demás detrás de unas tapias con ojos extraños, pero a los 20 ya eras experto en cine mudo, en los tiempos del ascenso y la caída del 3D.

Qué le vamos a hacer: hay gente que no encaja. En inglés hay una palabra preciosa para definir a quien no forma parte de una comunidad: outsider, que es también un forastero, pero no solo.

A Chloé Bird le pasó eso: que cuando era pequeña no le gustaban las canciones infantiles. Demasiado ramplonas. Le molestaba que los compositores dieran por hecho que no podría entender el mismo lenguaje musical que los adultos.

Hace cuatro años, le puso música al poema La niña búho, que Raúl Vacas escribió para el libro Los niños raros. La música acompañaba a una obra de teatro, La clase de los niños raros, que dirigió Francis Lucas y que interpretaron Johnny Delight, Angi Amaya y Francis Quirós.

Y hace cuatro años, quiso más.

Y le puso música a más poemas.

Y nació Un mundo de niños raros.

En el mundo de los niños raros hay agua, un puente semiderruido, un cohete, muchas flores, estrellas y árboles, que son todas las cosas que necesita un niño para ser un pirata, descubrir nuevos mundos, navegar 20.000 leguas de viaje submarino, no crecer jamás y estar perdido de vez en cuando o planear un viaje a la luna.

Allí habitan una niña yunque con su martillo, un niño largo y huesudo que quiso ser aviador y un xilofoniño que siempre canta y quiere besos, una niña a la que nadie nombra cuando hay sol y un koala, un orangután y una mamá que escribe cartas de mar. El 6 de abril se van a uno de los mejores sitios para presentarlo, en un concierto teatralizado: la Biblioteca Torrente Ballester de Salamanca, ciudad natal de Raúl Vacas. Nosotros pudimos escuchar un adelanto en Centrifugados y finalizamos los versos sueltos de la Niña búho bajo la luz de la lu(na). Y volvimos a ser niños y perdimos la vergüenza de cantar en alto y de movernos.

En el disco hay agua y hielo, tambores mediterráneos como un homenaje a la música de El hombre y la tierra, de Félix Rodríguez de la Fuente (ese señor que fue padre de dos lobos y que tanta falta nos hace, ahora que el lobo está tan amenazado). Hay contrabajos y xilófonos, piano y mucha ternura, porque Raúl Vacas, Adrián Ssegura (sí, está bien escrito) y la propia Chloé Bird fueron también niños raros.

Algunos niños raros cantaron en burdeles cuando fueron mayores. En burdeles, en bares, en sótanos y en clubes de mala muerte y se criaron en conventillos, en condiciones de pobreza reales: ni para comer. De algunos no se sabe ni dónde nacieron y se los disputan, una vez mitos, dos países hermanos. El tango lo bailaban dos hombres: a veces se sigue haciendo. Es uno de los bailes más eróticos y sensuales que existen. Y en medio del puerto, del Río de la Plata y de los conventillos, apareció Carlos Gardel. Cada día canta mejor, este hombre.

Sole Giménez y José Manuel Zapata le rinden homenaje a él, pero también a Santos Discépolo, a Cacho Castaña, al Polaco Goyeneche y a todos los demás: a Libertad Lamarque, Susana Rinaldi, Piazzola, Julio Sosa, Edmundo Rivero, Piazzola. Actúan con la Orquesta de Extremadura esta tarde, en el Palacio de Congresos de Badajoz , a las ocho y media. Tangos. No están solos: les acompañan el guitarrista Fernando Egozcue, que es una leyenda y se ha ocupado de los arreglos para orquesta, y Claudio Constantini al bandoneón. Zapata debutó en el Metropolitan de Nueva York y dice dos cosas: que el tango le ofrece libertad creativa y que cuidemos, por favor, a la Orquesta de Extremadura, que sirve de avanzadilla en la programación a otras orquestas del país y que suena muy bien. Sole Giménez nunca había cantado tangos: es su primera vez. Y lo hace aquí, en Badajoz, que es un lugar tan bueno como otro cualquiera. Sí: no todo es Madrid. A veces se contemplan espectáculos novedosos en este pedazo de tierra antes que en ningún otro lugar y, a veces, de aquí surgen artistas maravillosos: al fin y al cabo, el sitio de nacimiento es un azar.