Habiendo luchado tanto por la independencia de una corona, EEUU se entregado bastante a construir su propia realeza. Sus aristócratas no lo son por título nobiliario, sino por poder, dinero e influencia. Y pocas dinastías ha habido con más de todo ello que la iniciada por John D. Rockefeller. Icono capitalista, creó una de esas estirpes que extendieron sus tentáculos en la banca, la política y las propiedades inmobiliarias y sin las que no se entiende, entre otras cosas, la filantropía moderna. Y como está quedando claro estos días en Nueva York, la saga también reina en el mundo del arte.

Ayer acabaron tres jornadas de subastas en la sede neoyorquina de Christie’s de la colección amasada por David Rockefeller, último de los nietos del barón petrolero en morir, en marzo del 2017 a los 101 años, y su esposa Peggy, fallecida en 1996. Solo la primera noche, cuando se vendieron 44 lotes de pinturas del siglo XIX y XX, las caídas de martillo se cerraron con 646 millones de dólares. Los cálculos apuntan a que para cuando acabe la subasta de los 1.500 lotes, con pujas on line que terminan hoy y en la que cambian también de manos porcelanas, joyas y muebles, se superarán los mil millones.

Será una marca histórica para una subasta benéfica (las ganancias se destinarán a 11 instituciones elegidas por los descendientes de la dinastía, del MoMA a la Universidad de Harvard). Y atrás quedará el récord anterior de una colección: los 484 millones que logró en 2009 la subasta de más de 700 piezas de Yves Saint Laurent y Pierre Bergé.

No todo el mundo puede desembolsar los 115 millones que se pagaron el martes por Chica joven con una cesta de flores de Picasso, los 80,8 millones desembolsados por Odeslisque couchée aux magnolias de Matisse o los 84,7 millones de Nymphéas en fleur de Monet, pero había opciones más accesibles. Una caja de té de finales del XVII, por ejemplo, salió con un precio de entre 300 y 500 dólares. El comprador pagó 3.000.