La noticia corrió como la pólvora. Mientras esperaba un fallo judicial que podría condenar al olvido la obra a la que ha dedicado todo su aliento, Terry Gilliam sufría un derrame cerebral. ¿Lograría la película que fue destruyendo poco a poco su carrera acabar también con su vida? Falsa alarma, o casi. Su entorno se apresuró a afirmar que el director estadounidense había sido hospitalizado pero que ya estaba en casa, descansando. Y ahí recibió la buena noticia: ese filme maldito, El hombre que mató a Don Quijote, clausurará Cannes la próxima semana, como estaba previsto.

La insensata idea de llevar a la pantalla la obra maestra de Miguel de Cervantes ha permanecido alojada en el cerebro de Gilliam durante tres décadas, como un tumor inoperable, inexplicablemente inmune al desastre. Y a ojos del imaginario popular ese empeño ha convertido al director en alma gemela del Quijote. Sus filmes, después de todo -Brazil (1985), Las aventuras del Barón Munchausen (1988), El rey pescador (1991)-, siempre han estado llenas de gente que pelea contra gigantes que en realidad son molinos de viento.

PROYECTO GAFADO / Empezó a obsesionarse con el ingenioso hidalgo en 1989, pero no fue hasta 1998 que se puso a trabajar en una película sobre él. Desde el principio, el proyecto demostró estar gafado. Pese a que Johnny Depp había aceptado participar en él -en la piel de un ejecutivo de márketing enviado a la España del siglo XVII, donde don Quijote lo confunde con Sancho Panza-, costó dos años hallar quien lo financiara. Pero fue al inicio de la filmación en España, en septiembre del 2000, cuando empezaron los verdaderos problemas. Jean Rochefort, encargado de dar vida al héroe, sufrió una infección de próstata que lo dejó en estado agónico. Al mismo tiempo, rápidamente quedó claro que la localización, cerca de una base militar, no era adecuada: aviones de la OTAN sobrevolaban constantemente el set. Al día siguiente, una inundación se llevó por delante decorados y costoso equipo técnico. Y, posteriormente, Rochefort tuvo que ser hospitalizado para ser operado por una doble hernia. Cuando los inversores cerraron el grifo, la aseguradora cerró la producción. El proceso aparece detallado de primera mano en el estupendo documental Lost in La Mancha (2002).

Desde entonces no pasó un año sin que el proyecto volviera a cobrar vida durante unos instantes, solo para perecer rápidamente debido a la falta de financiación o algún otro problema. Sucedió en el 2008, y luego en el 2010, y en el 2013 y el 2014. En el 2015 pareció que, por fin, nada podía salir mal; pero John Hurt, que iba a dar vida a Quijote, fue diagnosticado con cáncer de páncreas -murió en el 2017-. Un año después se anunció que había un nuevo productor, el portugués Paulo Branco. El rodaje iba a empezar en septiembre, pero Branco no pudo lograr su parte del dinero y, cuando la producción fue suspendida de nuevo, intentó impedir que Gilliam la hiciera sin él.

Pero ¿cómo iba este a dejarlo correr? Probablemente, a estas alturas se vea a sí mismo como la reencarnación de Alonso Quijano, patrón de las causas perdidas. El precio que ha pagado es enorme. Nada de lo que ha hecho desde que empezó a pensar en Cervantes le ha salido a derechas. El rodaje de Los hermanos Grimm (2005) fue una catástrofe por sus constantes choques con los productores, los infames hermanos Weinstein; durante el de El imaginario del Doctor Parnassus murió el actor principal, Heath Ledger. Su penúltima cinta, Teorema zero (2013), fue masacrada por la crítica e ignorada por el público.

CUENTA ATRÁS / Y finalmente, de alguna manera, Gilliam ha completado El hombre que mató a Don Quijote, con dinero español. Nadie esperó llegar nunca a leer una frase así, pero es cierta. Ahora, ha faltado muy poco para que el esfuerzo hubiera sido en vano. Branco afirma que su existencia es ilegal; que no debería haberse rodado sin su aprobación. Y de haber fallado la justicia parisina a su favor, la película habría desaparecido de Cannes y quién sabe si de la faz de la tierra. Es cierto que aún hay tiempo de que ocurra alguna otra desgracia -que al festival le parta un rayo, que Trump inicie una guerra nuclear- pero, de lo contrario, en unos días verá finalmente la luz.

Pero ¿es eso una buena idea? ¿Y si resulta ser terrible? Sea como sea, de ningún modo podrá estar a la altura de la extraordinaria mitología que ha crecido a su alrededor. Quizá nunca debió dejar de ser una quimera. O quizá dé lo mismo. Sea como sea, será la leyenda asociada a ella lo que los historiadores, los críticos y el público recordarán para siempre.