Si hay que retornar a la senda que nos llevará al centro neurálgico de la literatura de Juan José Saer (Serodino, Argentina, 1937-París, 2005), este narrador argentino mayúsculo que pasó buena parte de su vida en París, es porque su escritura, de factura realista, es absolutamente moderna, una literatura que juega con el lector confundiendo las tramas desde múltiples configuraciones y haciendo que lo narrado tenga el portentoso impulso de lo onírico.

Desde sus inicios como escritor, esas dos prerrogativas fueron decisivas en la poética de Saer y mostraban a las claras que para este narrador, la incertidumbre era una cuestión nuclear. La pretensión es trocar la ficción en una suerte de «antropología especulativa» tal y como escribió en uno de sus mejores ensayos, El concepto de la ficción. Si a todo ello le añadimos la narración misma como el secreto mejor guardado que hay que contar, obteniendo así no tanto el relato ficcional de unos acontecimientos, sino más bien los acontecimientos que dan cuenta de una narración, habremos logrado una imagen prístina de uno de los narradores más injustamente marginados.

Pero Saer siempre está ahí: en el margen central de la literatura. En la soledad desde la que se escriben y se inscriben las grandes obras. Un narrador que había de convertir sus ficciones en «un gran espacio vacío y precario». Un lugar donde Nadie nada nunca, tal y como reza una de sus novelas, propusiera la estabilidad como materia de la ficción. Para Saer, la mágica imprecisión de la inestabilidad, el riesgo de lo contado, se convierte en el único milagro posible. Ricardo Piglia dejó escrito que «decir que Saer es el mejor escritor argentino actual es una manera de desmerecer su obra. Sería preciso decir, para ser más exactos, que es uno de los mejores escritores actuales en cualquier lengua y que su obra está situada del otro lado de las fronteras, en esa tierra de nadie que es el lugar mismo de la literatura».

MUNDO DE EXPLORACIÓN / Sus temas, entonces, darían cuenta de todo ello y es así como la muerte, la locura, los recuerdos, la memoria, la nostalgia, lo desconocido, el sufrimiento, lo mítico y la desesperanza se han de convertir en objeto y sujeto de sus libros. El mundo, sus mundos, tratan de explorar y penetrar en la espesura virginal hacha en mano, desbrozando, aquí y allá, cuánta cantidad de extrañeza conserva la realidad o qué ausencia es posible recuperar cuando nada se ha tenido. La literatura como un espacio a conquistar. Para Saer ser «narrador exige una enorme capacidad de disponibilidad, de incertidumbre y de abandono y esto es válido para todos los narradores, sea cual fuere su nacionalidad. Todos los narradores viven en la misma patria: la espesa selva virgen de lo real».

La suya es una literatura repetitiva y sensual, un corpus que avanza muy lentamente en busca del tiempo perdido y donde la variación y ampliación sobre lo mismo le convierte en un escritor mayor y que, ahora más que nunca, hay que reclamar. La intensidad de su escritura hizo que sus textos de ficción, sus ensayos y sus poemas se situaran en una geografía imaginaria mítica.l

Una rara intensidad provocó que su literatura avanzara por aquella selva dirimiendo la potencia inextinguible de unas subordinadas sin fin, el fraseo de una respiración legendaria y el gusto por el detalle. De hecho, Saer enseña a mirar. Es la mirada íntima de la poesía, que se colaba rigurosamente por su prosa y por sus ensayos, tratando de diseñar la imposibilidad de la propia experiencia. De ahí su modernidad. La suya es una literatura sin atributos, como la de sus admirados Robert Musil, James Joyce, Marcel Proust, Franz Kafka, William Faulkner, Roberto Arlt o Juan Carlos Onetti. La pretensión, esbozar un texto que pueda dar cuenta de aquello que queda fuera de la realidad; delirar hasta lo imposible por la viscosidad de una tal intensidad de la experiencia que pueda dar cuenta de las condiciones de un retiro imposible donde lo callado y el vacío sean el andamiaje sobre el que sostener cualquier ficción, real y verdadera. El hueco voraz es el lenguaje, reducto doloroso capaz de contener lo que no existe. Una forma pura a la que Saer jamás renunció, una reflexión constante sobre de qué modo cabe percibir el mundo. Sus obras cartografían el tiempo, el espacio y la historia y dicen hasta la extenuación «pliegues, y pliegues, y después otros pliegues, y más pliegues todavía».