‘El meteorólogo’

Olivier Rolin

Libros del asteroide

«He relatado tan escrupulosamente como he podido, sin novelar, procurando atenerme a lo que sabía, la historia de Aléksei Feodósievich Vangengheim, el meteorólogo, un hombre aficionado a las nubes y que hacía dibujos para su hija, atrapado en una historia que fue una orgía de sangre». Eso escribe Olivier Rolin (Boulogne-Billancourt, 1947) al poco de acabar su relato. Nos miente, claro, porque como Emmanuele Carrère o Javier Cercas, está novelando, en la medida en que su fidelidad a los hechos no le exime de aproximarse poéticamente a la realidad. Al incluirse, aunque sea de forma oblicua, en la biografía de esta víctima (una más) del estalinismo, subjetiva a Vangengheim de muchas maneras: se identifica con él, lo compadece, lo utiliza para homenajear a aquellos que murieron injustamente en los gulags, pero también lo retrata como símbolo de esa utopía que, haciéndose realidad, sembró la muerte prematura de todas las revoluciones que estaban por venir.

Detractores de la tendencia

Ese «sin novelar» podría ser un argumento para convencer a los detractores de esta nueva tendencia de la no ficción de que, por muy increíble que parezca, la historia de Vangengheim es real. Cualquiera que haya leído Vida y destino, de Vasili Grossman, o Archipiélago Gulag, de Aleksandr Solzhenitsyn, comprobará que el periplo kafkiano del jefe del Servicio Meteorológico de la URSS era moneda común en esos cementerios de presuntos disidentes. Por eso no importa tanto la verdad documental, sino la manera en que la novela llama la atención sobre sus propias estrategias de legitimación histórica.

En ese sentido, la prosa de Rolin es de una nitidez, de una transparencia notables, y se pone al servicio de Vangengheim -y de su hija Eleonora, la destinataria de sus cartas, sus dibujos y sus herbarios, de las que la cuidada edición española incluye una selección, en color y papel satinado, como apéndice- con la humildad de un testigo ocular a quien le habría gustado tender una mano a ese hombre que, incluso en los peores momentos de su confinamiento, sigue confiando en que el Partido se dará cuenta de su error.

Lo más conmovedor de Vangengheim es su idealismo. El anclaje a la vida que le aporta la relación epistolar con su hija es también el de otra utopía, que es el sueño de medir la temperatura de la naturaleza, predecir sus movimientos cósmicos, entender sus efectos sobre el hombre común, hacer política con ellos para contribuir a la utopía comunista y establecer una cierta pedagogía humanista a través del clima, como si Vangengheim quisiera ver en las auroras boreales del Polo Norte un signo de que, al cabo de la calle, su muerte será didáctica, por lo que servirá para algo en teoría.

La historia le demostrará que no, que ni siquiera su biógrafo podrá explicar con exactitud por qué le detuvieron la noche del 8 de enero de 1934, pero es lo de menos, porque la literatura, sin avergonzarse de su aliento novelesco, existe para restituir la memoria de gente como él, que creyó en la revolución antes de que la revolución se disolviera en el aire, llevándose por delante un enorme puñado de almas que siguen hechizando el presente de Rusia.