Julian Schnabel debe de ser uno de los tipos más carismáticos del mundo. Solo así se explica que, uno, sea un cotizadísimo pintor a pesar de que siete de cada 10 expertos le dirán que sus cuadros no valen nada; y dos, que, a pesar de que su escueto bagaje fílmico lo componen tres biopics llenos de cursilería disimulada con ínfulas arty --Basquiat (1996), Antes que anochezca (2000) y La escafandra y la mariposa (2007)--, fuera considerado uno de los platos fuertes de esta Mostra de Venecia. Pero ya no, porque Miral, su acercamiento al conflicto palestino-israelí, fue presentada ayer a competición. Y, por primera vez este año, en la Mostra se oyeron abucheos.

"Cualquier manifestación artística es política", aseguró Schnabel ante la prensa. "No veo un cuadro solo para divertirme de la misma manera que no hago mis películas solo para entretener. Como judío americano, era mi responsabilidad contar esta historia". Sus palabras hacen aún más inexplicables las decisiones que tomó a la hora de llevar a la pantalla la novela semiautobiográfica de la periodista Rula Jebreal --también guionista y actual compañera sentimental de Schnabel-- acerca de tres generaciones de mujeres palestinas que luchan por la independencia de su pueblo entre la creación del estado de Israel en 1948 y los acuerdos de Oslo de 1993.

La más grave de ellas es su rechazo a provocar controversia. Pese a que retrata abusos cotidianos de autoridad por parte de las autoridades israelíes, su acercamiento al conflicto trata de ofender lo menos posible. En cualquier caso, su flácido mensaje en pos de la tolerancia mutua sería más digerible de haber ido precedido de una narrativa más política o dramáticamente centrada.

Pero, más que penetrar en la psique de Miral, álter ego de Jebreal --encarnada por la actriz y modelo Freida Pinto, ayer ausente en la Mostra--, a Schnabel le interesa adornar las imágenes con su típica estética impresionista y pseudopoética, lograda con cámara en mano, una variedad de lentes y filtros de color y diversos de los trucos que una mesa de posproduccion llena de botones puede proporcionar. Cuando, al final del filme, suena una canción de Tom Waits durante un funeral tradicional palestino, ha quedado demostrado: cualquier historia puede convertirse en una película de Julian Schnabel. "El problema del mundo es que todos tienen sus razones", opinó ayer el director. Eso sí es capacidad de análisis.

Otra novela autobiográfica inspira Norwegian wood , también presentada ayer a concurso: Tokio blues , la obra más leída del nipón Haruki Murakami, reflexión sobre el dolor, el anhelo y la confusión sexual en el tumultuoso Japón de los 60. Tras la cámara, el vietnamita Tran Anh Hung. Pocos son tan capaces como él de crear belleza visual y atmósferas de lánguida sensualidad, lo demostró en El olor de la papaya verde y lo vuelve a demostrar aquí.

Ese es el problema. Como la película de Schnabel íaunque es infinitamente superior a aquella, Norwegian wood se rinde a la personalidad artística de su director. En última instancia, el ritmo parsimonioso y los susurrantes diálogos no parecen esconder fines dramáticos.