Alo largo de su carrera, mientras ganaba millones de dólares en taquilla con sus contribuciones a la saga de Jason Bourne, Paul Greengrass se ha consagrado como uno de los directores a los que hay que llamar cuando se trata de hacer películas sobre tragedias históricas modernas. En títulos como Bloody Sunday (2002), United 93 (2006) y Capitán Phillips (2013), el cineasta inglés dio sendas lecciones sobre cómo usar el docudrama para explorar las honduras de la monstruosidad humana. En 22 de julio, que ayer presentó a concurso en la Mostra de Venecia, nos enseña cómo convertir el subgénero en sinónimo de rutina y tedio.

La nueva película rememora el día del 2011 en el que un terrorista de extrema derecha llamado Anders Behrin Breivik mató a ocho personas haciendo explotar un artefacto en el distrito gubernamental de Oslo y luego acabó con las vidas de 69 adolescentes en la cercana isla de Utoya. En realidad, eso sí, Greengrass parte del suceso para recrear todo el proceso policial y judicial que atravesó el asesino, por un lado, y la dura terapia de rehabilitación que afrontó una de sus víctimas, por el otro. Y, mientras lo hace, en casi todo momento se resiste a hacer gala del músculo visual y narrativo por el que se le conoce, y a explorar los asuntos potencialmente interesantes a los que de forma momentánea y casi accidental apunta.

22 de julio, recordemos, no es la primera recreación de los atentados de Noruega en ver la luz: hace unos meses lo hizo Utoya. 22 de julio, en la que el director Erik Poppe se centró exclusivamente en la masacre de la isla. El filme fue duramente criticado por explotar una tragedia real con el fin de entretener al público a pesar de que, sobre todo, ofrecía una reflexión devastadora de lo gratuita que llega a ser la maldad humana. En cambio, 22 de julio ni entretiene ni proporciona más reflexión que un mensaje falaz: que las ideas de tolerancia y multiculturalismo acaban imponiéndose sobre el discurso del odio. Basta con seguir los telediarios para saber que la verdad es muy distinta.

UNA PAREJA ROTA / La filmografía del mexicano Carlos Reygadas se compone de películas tan extrañas como seductoras, mezclas hipnóticas de poesía visual y provocación y cuestionamiento existencial. La que ayer presentó a concurso, Nuestro tiempo, es la más personal. Protagonizada por él mismo y su esposa, explora el matrimonio y las uniones conyugales a través del retrato de una pareja cuya relación -abierta- empieza a resquebrajarse cuando él se muestra incapaz de controlar sus celos y su sexista instinto de posesión.

A ratos le hace a uno sentirse intruso por el mero hecho de observar una película que Reygadas sin duda ha rodado sobre todo para sí mismo. Pero su excesivo metraje -tres horas- contiene algunos de los momentos más bellos -un plano subjetivo de un avión que aterriza en México- y de los más bizarros -un rockero transgénero que da alaridos entre los restos de una fiesta llena de alcohol y cocaína- de los que hemos sido testigos en esta Mostra.