Como a un fantasma avergonzado, te despertará la luz. Y no será la luz. Pero aguantarás en pie, desdichada Hécuba. Como todas las Hécubas del mundo: detrás de las alambradas, en las barcas que el oleaje quiera tragar, en los campamentos de invierno. Aguantarás, porque Troya está en ti. Y, mientras tú vivas, Troya seguirá viva. Aguantarás y no habrá tiempo, ni fuego, ni mentira que la derrumbe. Aguantarás. Para que el silencio no siga al crimen. Para que la última palabra no sea de ellos. Para que no se queden con toda la luz de este mundo.

Así escribe Alberto Conejero. Le conocimos en Mérida hace tres años. Venía como traductor de los subtítulos de La Ilíada, de Stathis Livathinos, que nos contó que, con la crisis económica, los griegos seguían llenando los teatros de Atenas porque querían escuchar historias. La que cuenta Troyanas es la historia de las que se quedaron atrás. Las mujeres han participado en guerras, como combatientes, desde los inicios de los tiempos, pero, sobre todo, han servido como consuelo.

Así se las llamaba en la segunda guerra mundial: mujeres de consuelo. Hay muchos nombres: mujeres de solaz, esclavas sexuales, prostitutas forzosas. Nada que describa el horror. Chung Seo Woon lo contó con voz calmada. Su padre fue llevado preso por no darles cobre a los japoneses, a ella le dijeron que lo liberarían si entraba a trabajar en una fábrica, accedió y terminó en Indonesia, con una decena de chicas más. La metieron en un cuarto, la violaron dos hombres, se resistió, le inyectaron opio, la volvieron adicta. Hacían fila para consolarse. Tienen extrañas formas de consolarse, los varones. «¿Quién iba apenas a entender?», se preguntó.

De ellos siempre ha sido la última palabra. A Hécuba se la queda Ulises, a quien ella perdonó la vida para que viera crecer a su hijo. Helena desató una guerra, porque una mujer guapa siempre va a ser sospechosa (de puta, de tonta, de creída, de insulsa, de malvada). A Casandra nadie la creía, porque... porque quién va a creer (quién va siquiera a escuchar) a una mujer inteligente. A Andrómaca la reclama Neoptólemo y la embaraza tres veces. Lo que ocurrió en Troya ocurre hoy. Ocurre cuando un coyote pasa a una mujer a través de la frontera de México con Estados Unidos y la viola. Ocurre en los campos de refugiados. Ocurre en los barcos en alta mar, porque en alta mar no hay leyes que valgan (esto es literal: no hay leyes). Ocurre en nuestras calles, también, pero sobre todo ocurre antes, durante y tras una guerra.

Lo arrasaron todo, lo quemaron todo, lo destruyeron todo y las dejaron con vida. Las siguen dejando con vida. Ya lo dijo Tomaz Pandur: «Yo soy yugoslavo y Yugoslavia ya no existe». No hay patria, ni hijos, ni maridos. Solo las mujeres. Y, con unas cuantas mujeres, no se levanta un país.

Ni siquiera sé cómo Hécuba pudo ponerse en pie. Quizá porque, al final, nos queda la palabra. Nos queda solo la posibilidad de reescribir la historia, de decir: esto no fue así; de decir: las leyes de guerra no contemplan la violación como un crimen; de decir: no fueron héroes, nunca han sido héroes; de decir: a mí me violaron, a mí me quemaron la cara con ácido cuando iba a la escuela, a mí me invisibilizan, me explican cosas, opinan sobre mi cuerpo, no me permiten ir a la Universidad, me pagan menos, no tengo derecho a la tierra que cultivo, no me alimentan si hay hambruna porque soy más débil, me abortan si soy niña, no me conceden créditos en un banco, me obligan a desvestirme y a vestirme, usan mis tetas como reclamo para que otros compren cualquier producto; ocupan mi espacio físico, mi espacio intelectual, mi espacio público y el privado, legislan sobre mi cuerpo y siempre, siempre, me dicen cómo tengo que ser. Dulce, sonriente, sumisa.

Para eso queda la palabra. Para levantarse. Para escribirlo. Para que otros cedan el espacio y sus palabras, también. Troyanas la dirige una mujer, Carme Portaceli, hay varias mujeres en la obra (Aitana Sánchez Gijón, Maggie Civantos, Pepa López, Alba y Gabriela Flores, Miriam Iscla) y tan solo una voz masculina (Ernesto Alterio). Pero la escribe un hombre.

La escribe un hombre que lo primero que dijo cuando le dieron el MAX es que su hija, si quería ser dramaturga, lo iba a tener mucho más difícil. La escribe un hombre que cede su voz y su posibilidad de representación.

Y en el escenario hay mujeres. Una de ellas, Aitana Sánchez Gijón, se come las columnas del teatro romano de Mérida cada vez que abre la boca. De hecho, de los siete u ocho actores que recuerdo que lo hagan, el 80 por ciento son mujeres. Cobran menos: suelen cobrar menos, hasta un cuarenta por ciento menos. Si hablamos de representatividad en otros trabajos de la escena, las cifras son tan irrisorias que casi ni merece contemplarlas. Y, sin embargo, escribimos, dirigimos, componemos, ideamos escenografías o contamos lo que pasa al otro lado.

En Troyanas se da voz a un puñado de mujeres. Para que ejerzan el derecho de decir y de decirse. No es solo una mujer, no es la voz de las mujeres: no tenemos una sola.