Se acerca el poeta chileno Raúl Zurita con paso espasmódico, un caminar dificultoso que consigue controlar con paciencia infinita e insólitas dosis de buen humor. Los estragos del párkinson, que arrastra desde hace 20 años, no le han impedido viajar solo a Barcelona. Su dolencia se ajusta a dos modos que él define como el on y el off. Ahora está en el primero, cuando la medicación funciona. Del otro apenas habla pero su mirada refleja el dolor de quien debe vivir con ello.

Hay algo de héroe de Dostoievski, incluso físicamente, en este hombre que ha hecho de su vida atormentada la esencia de su poesía. Perdió a su padre a los dos años y quedó al cuidado de su madre y, sobre todo, de su abuela italiana, que en lugar de contarle cuentos infantiles solía recitarle el Infierno de Dante. El niño Zurita se asomó a ese abismo entre delirante y doliente y quedó atrapado emocionalmente. Empezó a escribir como «un mecanismo para no volverse loco» y así vinieron poemarios como Purgatorio, La vida nueva, Zurita y su antología personal Tu vida rompiéndose.

«La poesía es un oficio muy cruel porque no admite las medias tintas, si no es extraordinaria no vale. Y esa exigencia para mí ha sido muy dura. Mi deber era hacer una obra maestra, pero una y otra vez salgo honrosamente derrotado», explica riéndose. Cuenta trabajosamente su historia de cómo en plena crisis conyugal, separado de su primera esposa, vino la dictadura militar en su país y cómo fue torturado. «Pero eso no fue nada porque sobreviví y hubo tantos que no lo contaron». Lo que ocurrió después forma parte de la leyenda Zurita. «Me habían detenido y humillado y me acordé de la frase de Cristo: pon la otra mejilla». En un ataque de locura, una vez liberado cogió un hierro cadente y se marcó la cara, un acto que muchos han querido ver como poético pero al que él no encuentra respuesta. «Supe que aquello era el comienzo de algo, que de la desesperación solo podía ir a la esperanza. Empezó entonces mi etapa más fecunda, veinte años en los que escribí tres libros, el último acababa con un vislumbre de la felicidad».

Aquella etapa coincidió con el Zurita más transgresor y radical, aquel que intentó expandir su poesía fuera de sus márgenes tradicionales. Un día se masturbó ante un cuadro en una galería, otro dibujó uno de sus versos con el humo de una avioneta sobre el cielo de Nueva York. Hoy todavía puede verse, si se sobrevuela el desierto de Atacama, el lema Ni pena ni miedo que en 1979 quedó grabado, 3.000 metros de longitud, en la tierra y que como fotografía cerró uno de sus libros de poemas: «Y es que tanto me influyó Dante como la ingeniería que me obligaron a estudiar porque tenía cierto talento para las matemáticas y nunca ejercí».

La poesía de Zurita habla de él. Por eso, explica -le cuesta hablar pero cuando toma impulso las palabras salen fluidas-, no se interprete eso como mera presunción: «Mi tema soy yo en el sentido de que trabajo con los datos de mi vida, no porque esta tenga nada especial, sino porque intento llegar al fondo de mí mismo sin autocompasión, como una forma probable de llegar al fondo de la humanidad entera».

Enfermedad incorporada

Lleva la enfermedad incorporada, va siempre con él, hasta el punto de considerarla motivo de orgullo. «Creo que son muy afortunados los que tienen salud, pero solo los heridos, los enfermos y los fracturados son capaces de acercarse a la obra maestra. Los otros están demasiado satisfechos consigo mismos», asegura. De ahí que en buena parte de sus últimas performances esté del lado de los que sufren: «Pienso en un padre que no ha podido salvar a sus hijos y me pregunto por qué sigue viviendo. Creo que si la mayoría opta por sobrevivir es porque siempre existe una aterradora esperanza», resalta.

Para él hay otro motivo más y ese es, la poesía. «Se puede vivir 72 horas sin agua pero sin poesía, ni cinco minutos. Es lo que nos salva del horror de las masacres y de la violencia aunque a la vez nos acerque a ella». De ahí que su poesía se cargue de horror, de sangre y de la intuición de que en el fondo la violencia del otro desata la propia. «Estoy convencido que la poesía tiene que llegar a ese límite, al extremo de pensar que se puede llegar a matar a un ser humano. Pero, claro, si traspasas esa línea te conviertes en asesino. Así que lo que intento es llegar al fondo y detenerme ahí. En ese borde habita mi escritura», concluye el escritor.