La queja es habitual, la imagen de la mujer en el cine clásico ha sido durante décadas una construcción masculina. Pero algunos lo llevaron un poco más allá, puertas adentro del plató, sin importar los daños colaterales.

La lista de directores tiránicos con los actores en general es larga: Kurosawa les agredía verbalmente para lograr el efecto requerido, conocido es cómo Coppola arriesgó la vida de su reparto en la selva filipina con Apocalypse Now (Martin Sheen llegó a sufrir un infarto) y otro tanto ocurrió en la peligrosísima y extrema filmación de Fitzcarraldo, en la que Herzog y el insoportable Klaus Kinski aliviaron sus tensiones liándose a puñetazos. Hay que verlos en el documental Enemigo íntimo. Del tiránico Eric Von Stroheim se decía que acudía a los platós empuñando un látigo.

En el caso de las actrices el asunto es bastante más complejo. Porque en estas relaciones se interponen no pocas variantes, y la atracción sexual no es la menor. Recientemente, las nuevas memorias de Tippi Hedren han revelado cómo su descubridor, Alfred Hitchcock, no solo la controló hasta la obsesión, también se atrevió a aproximaciones sexuales nada gratas para ella. La madre de Melanie Griffith fue como actriz una creación total del mago del suspense: él personalmente transformó su estilismo con la misma dedicación que James Stewart a Kim Novak en Vértigo. La historia del acoso no es nueva, ya había sido mencionada por el biógrafo de Hitchcock, Donald Spoto, quien añadió que Hitch se vengó de la frialdad de Hedren en Marnie, la ladrona, haciendo que su personaje, que padece una frigidez traumática, fuera violada por el protagonista y que en ¡la película eso se muestre como un paso aceptable para que Marnie se desbloquee de sus traumas!

Ejemplos de abusos de poder entre el director y la estrella son incontables y suelen vincularse al afán perfeccionista del primero. Shelley Duvall sufrió varias crisis nerviosas y caída extrema de cabello durante el set de El resplandor, no porque temiera especialmente el hacha de Jack Nicholson sino a causa de las exigencias del maniático Stanley Kubrick, a quien le vino de perlas el manifiesto desequilibrio de la actriz. Y hablando de pelos, Roman Polanski le arrancó un mechón rebelde a Faye Dunaway durante el desquiciado rodaje de Chinatown. Ella no se quedó atrás, le arrojó a su vez un cubo de orines a la cabeza a la menor oportunidad.

Actrices y esposas

¿Y qué decir, cuando la actriz es la esposa del realizador? Posiblemente no haya interpretaciones más desgarradoras y dolorosas que Ingrid Bergman bajo la batuta de Rossellini, Liv Ullman a las órdenes de Ingmar Bergman (aunque nunca llegaron a casarse) o Anna Karina, especialmente en Vivir su vida de Jean-Luc Godard. En todos esos casos se percibe cómo la relación avanza o se deteriora de una película a otra y la capacidad de estos grandes directores para pulsar las teclas emocionales más extremas de sus parejas. En el caso de Ingrid Bergman, es inquietante verla sufrir, víctima total, en Ya no creo en el amor, la última interpretación de la actriz con Rossellini, como un símbolo cruel de lo que ya estaba ocurriendo en la intimidad,

Cuestión de carácter

Hay que tener un carácter muy templado o ser sencillamente Charlotte Gainsbourg para ponerse a las órdenes sin condiciones del polémico Lars Von Trier. A Björk, el danés la exprimió a placer en Bailando en la oscuridad, hasta el punto de que la cantante islandesa, que no era una intérprete profesional, no puso la menor distancia entre sus emociones y su sufridísimo personaje y quedó bastante noqueada por la experiencia. Esto es algo parecido a lo que la francesa Léa Seydoux sufrió con Addellatif Kechiche durante el rodaje de La vida de Adèle: «Fue una pesadilla y me sentí humillada».

Que todos estos largometrajes se encuentren clasificadas entre los mejores de la historia del cine dice mucho de los claroscuros que presenta este arte. ¿Mereció la pena? La pregunta queda en el aire.