Roger Federer sabe de esto... Antes de dar comienzo la edición del Abierto de Australia que terminó ayer, le comentó a un conocido periodista local: "El público australiano es el mejor del mundo". El suizo, además de ser un campeón ejemplar y todo un caballero, conoce perfectamente cómo ganarse al respetable. Federer ya había triunfado en tres ocasiones anteriores, aunque sobre la superficie llamada Rebound Ace, estrenada en 1988 y que se sustituyó en la pasada edición por el Plexicushion, compuesto por múltiples capas de resina con relleno de caucho. Quizá por todo ello y porque ya es habitual, había más banderas y banderines suizos frente a una pequeña pero animada representación española. En Melbourne, la Casa de España es amplia y acogedora, con gente estupenda, buen jamón, pinchos de tortilla de papas y la típica paella.

El Abierto de Australia se sigue jugando muy cerca del New Nacional Tennis Center, aquel amplísimo complejo conocido por su vetusta central en forma de herradura --Kooyong Stadium-- donde tuvo lugar hasta el mes de enero de 1988. Todo ello en una amplísima zona, de fácil acceso, construida y urbanizada para los Juegos Olímpicos de 1956.

Mi primera vez en este torneo, fue en una época muy diferente a la actual. Si se lo cuentas a los jugadores --y periodistas-- que hoy están en primera línea, has de tener mucho poder de convicción para que se lo crean. En Kooyong había muchas pistas, todas de hierba. Pero tan irregulares y peligrosas como la temida central. En ellas jugábamos un torneo paralelo los periodistas. En la semifinal, la punta de mi zapatilla tropezó con un hoyo considerable y me fracturé un dedo del pie. Y a la vez me sacó de la pista, a palos, un australiano, rubio y alto --más de dos metros-- incapaz de dar dos golpes seguidos pero con un servicio demoledor.

En aquella central había perdido la primera final un español, Joan Gisbert (1968), contra un joven llamado Bill Bowrey, quien se revelara, dos años antes, forzando hasta un apretado quinto set (9-7) al mismísimo Roy Emerson. Joan Gisbert ya había hecho famosa la frase aquella de que "la hierba es para las vacas". En el primer torneo open --1969-- Andreu Gimeno cedió la segunda final contra Rod Laver, para muchos el mejor tenista de la historia. Pasaron casi 30 años --1997-- y en plena moyamanía --las jovencitas australianas y no australianas le idolatraban-- Carlos Moyá (¿recuerdan su "hasta luego, Lucas"?) cedió en la tercera final con protagonismo español frente un intratable Pete Sampras. Ahora, ya en el Rod Laver Arena de Flinders Park. Y con las nuevas tecnologías que todos, jugadores, periodistas y aficionados, disfrutamos.

En aquel primer torneo que yo cubrí, la sala de prensa era... ¡un autobús de dos pisos! De los clásicos londinenses. Los periodistas disponíamos de una mesita compartida entre cuatro asientos. Y la conferencia telefónica había que pedirla en la sede social, varios metros más allá. Luego llegaron el télex, el fax --¡vaya invento!-- y por fin, hoy en día, la toma de electricidad y para el ordenador, en un amplio y despejado espacio para ti solito. La única ventaja era el transporte. Pedías un coche y allí estaba, al minuto.

Al margen del juego en sí, también hubo una noche loca. Alojarse en la misma planta del hotel que Ilie Nastase supuso que nadie pegara ojo, con hasta ¡17! señoritas rubias, ojos azules, altas y exuberantes, con poca --o ninguna-- ropa, correteando por los pasillos, entrando y saliendo de la habitación del rumano, agotado el champán francés.

Lo que va de ayer a hoy al margen, si ustedes tuvieron la oportunidad de ver esa final y el triunfo logrado por Rafa Nadal, felicidades. Con más de 150 torneos de Grand Slam a mis espaldas, creo que en el tercer set disfruté del mejor tenis de la historia. Sin ningún género de dudas.