No se va como llegó. Antonio Jesús Cobos, del que se conoció ayer oficialmente su destitución en el Azuaga, aterrizó en la Tercera extremeña haciendo mucho ruido, sabedor de que necesitaba ganar adeptos a una fe de la que pocos querían oír hablar. Ahora se marcha en silencio pero bajo un torrente de reacciones que, en su mayoría, lloran y lamentan su cese. «Costará encontrar un técnico que se amolde tan bien a nuestra filosofía», decía estos días un azuagueño al que dirigió en su primera campaña.

Y razón no le falta. Sin él, el club ha desechado una pequeña parte de su esencia. Otra más. Azuaga pierde al que, por derecho propio, se ganó un hueco entre los referentes del equipo que enamoró a muchos. Una plantilla muy joven, atrevida, con hambre, que no se conformó con las migajas de una sexta plaza y un año después fue a por la cuarta.

Lo avisó el propio técnico en la primera toma de contacto con la directiva para su posible fichaje. «Y si entramos al playoff, ¿qué?». Toda una declaración de intenciones de un tipo distinto. Arrancó con apenas cinco supervivientes del anterior proyecto, y en dos semanas ya tenía una plantilla completa. A todos les entregó un dossier en su primer día. En él no hablaba de conceptos tácticos ni de aspectos del juego. Obligó a los futbolistas a leer la historia de Azuaga y del equipo del pueblo. Quería que se identificasen con el club para que la afición pudiera identificarse con ellos.

No eran muchos los que confiaban en un técnico desconocido sin experiencia en la categoría ni la región. Por eso tuvo que hacer ruido. Semanas después, al credo de Cobos le quedaban muy pocos ateos. Bajo la máxima ‘balón al suelo’, configuró un decálogo de mandamientos entre los que no faltaba el espectáculo y, siempre, el rock’n’roll.

Llevó a un equipo pequeño más lejos que nadie. Hizo resistir al Azuaga en Ipurua, con uno menos durante 120 minutos. Todo nervio y corazón. Durante la larga peregrinación de aficionados rojiblancos hacia el norte, estuvo toda la noche intercambiando mensajes desde el hotel de concentración. «¿Por dónde vais? ¿Dónde estáis parando?», escribía a todo socio que tenía en su lista de contactos. «Te juro que me cambiaba por vosotros», confesó a otro que le envió una foto durante la travesía.

La pizarra fue, tal vez, su mejor amiga y a la vez gran condena. Si bien los goles fruto de precisas jugadas de combinación eran el pan de cada día en el Municipal de Azuaga, nadie repercutió en que, más allá de los habituales misiles de Sergio Cebada, el contador de tantos a balón parado estaba a cero. Hasta que, justicia poética, Neftalí hizo en la Isla de Coria el primer gol de jugada ensayada en dos temporadas bajo el mandato de Cobos. El papel con las indicaciones para ese saque de esquina, trabajado al milímetro, lo regaló a un socio durante la celebración.

Su hito no pasó inadvertido, y le llovieron ofertas. Literalmente. Me lo confesó al llamarme para confirmar que todo había salido bien en una reunión veraniega con la directiva. «Estos días me han llamado de sitios que ni te imaginas. Trenes que solo pasan una vez en la vida. Pero no he escuchado a nadie. Mi sitio es Azuaga, y aquí todavía tenemos mucho que ganar».

Ese día, paseó por las arterias del pueblo. «Me para la gente por la calle, gente que no conozco y que quiere hablar conmigo de fútbol. Esto no me ha pasado nunca», me dijo. Esa es la moraleja de esta historia, la enseñanza que Cobos nos deja: se puede ser muy grande sin dejar de ser humilde.