Alejandro Valverde ha cambiado. Y para bien. Ya no es aquel ciclista que siempre se veía tan sobrado que cuando empezaban a dolerle las piernas como a los demás se hundía en la miseria. Ahora se ha humanizado. Se ha dado cuenta de que él debe sufrir para ganar, como siempre han hecho los grandes genios de la bici, de que puede padecer una monumental crisis, como ayer ascendiendo a La Pandera, la más cruel de las tres llegadas en alto de Andalucía, pero que con concentración y fe en sí mismo la puede superar. Valverde se ha dado cuenta de que esta es su Vuelta. Y no quiere que se le escape.

"¡Voy bien! ¡Voy bien!". Se lo decía a sí mismo. Respiraba con dificultad. Se le enganchaban las ruedas en el castigado asfalto de La Pandera. Oía los gritos de los numerosos espectadores. Pero prefirió que a su alrededor se hiciera el silencio. La cuesta era terrible. Valverde se soltaba, un metro, dos, tres, 10, 20... Y Gesink, el fenómeno escalador holandés, el segundo de la general, se giraba con disimulo. Era su oportunidad. 20 metros eran 10 segundos. A por Valverde, a por el Bala, con Cadel Evans a rueda, retorciéndose lo que no está escrito.

LOS GRITOS DEL SILENCIO "¡Espera a Purito!". Eusebio Unzué, el director de Valverde, desde el coche, se desesperaba. Se le iba la Vuelta. Valverde volvía a ser Valverde, el del día malo en la Vuelta y en el Tour, el que fulminaba las esperanzas, las ilusiones. Valverde solo escuchaba el griterío. Trataban de darle un empujón. Se apartaba de mala manera, como debe ser, manos que no solicitaba. Gesink iba como un loco. "¡Sufrir, sufrir, sufrir!". Se lo decía en silencio. Si sucumbía en La Pandera, como en el 2006, adiós a la Vuelta.

Gesink apretaba. Se soltaba Evans y también Ivan Basso, el que puso a su equipo a trabajar en las primeras rampas, Ezequiel Mosquera, como cada día atacaba y Samuel Sánchez, que se siente más a gusto en la tercera semana que empieza hoy que en los primeros días, al puro estilo del ausente Carlos Sastre, decidía comenzar a escalar posiciones para situarse tercero de la general.

Nadie se preocupaba del fugado Damiano Cunego, que triunfaba en solitario. Los ojos estaban pendientes de Valverde. "Los miraba y veía que no estaban tan lejos". No. No lo estaban. Y si no estaban tan lejos es que ya no iba tan mal. ¿Era Evans el que tenía enfrente? Sí. Era el australiano. A por él. Valverde lo pasaba y se animaba. Ya le había pasado el dolor de piernas. Ya respiraba más a gusto. Ya se sentía líder otra vez.

A POR ELLOS ¿Era Basso el que vestía de verde? Le costaba adivinarlo porque llovía con intensidad. El público enloquecía. Gritaban su nombre. Basso era capturado y superado. ¿Aquel que viste de blanco era Gesink? El holandés llevaba prestado el jersey de la combinada que también domina el murciano. ¡A por él! "Ya me había percatado: yo iba mejor, más rápido". Sí. Más veloz. Rabia, casta, furor. Valverde alcanzaba a Gesink y le sacaba los colores. Había salvado el jersey dorado y hasta se permitía atacarlo en la última cuesta para sacarle cuatro segundos de gloria. Magnífico. Y él lo sabe, porque al final de la etapa aseguró que tiene ganado "un 70% en la semana más dura y la última es más cosa del equipo".

"No me he puesto nervioso y lo único que he pensado ha sido en coger mi ritmo y no cebarme porque es un puerto en el que te puedes quedar clavado", dijo feliz el ciclista murciano.