Han caído ya las primeras lágrimas olímpicas. Lloraba Samuel Sánchez y también lloraba Araceli Navarro. Felicidad y amargura. Un gregario veterano y una esgrimista novata. Samuel llora porque nunca creyó subir ese peldaño dorado de la muralla china, acostumbrado como está a sufrir por los demás, a trabajar para que otros se lleven la gloria. Samuel es un ciclista discreto, crecido a la sombra de los mediáticos y convocado en Pekín para hacer de guardaespaldas valverdiano. Pero como ocurre en tantas mañanas deportivas, de pronto el gregario enciende la luz y el gusano se convierte en mariposa triunfal. El hombre adusto vestido de Cenicienta olímpica.

Y a la misma hora en que Samuel lloraba, Araceli se dislocaba el hombro, pequeña criatura de 19 años. Se enfrentaba a la bicampeona mundial de sable y, echada en el suelo pedía a gritos que le colocaran el hombro en su sitio para proseguir el combate. No lloraba por el insufrible dolor, sino porque su médico tardaba en llegar, se agotaba el tiempo, la iban a eliminar y nadie quería ponerle el pie en la axila y estirarle el brazo hasta la agonía como ella reclamaba. Quería levantarse y seguir la desigual pelea, revivir el tratado del inútil combate, como uno de esos esgrimistas de las oscuras calles de Alatriste, sin importar la magnitud del desafío ni la inevitabilidad del desenlace. Carácter de otro siglo.

Y así todo y siempre porque las aventuras olímpicas poseen dos caras. Las de Mireia Belmonte nadando a ritmo de récord mundial, pero acabando fuera de la final. Las de Gervasio Deferr fallando en el potro, pero volando excelso en suelo, otra vez con destino glorioso. Las dos caras de la NBC pagando 560 millones por televisar los JJOO, pero echándolos a la basura al transmitir la ceremonia inaugural en EEUU con 12 horas de diferido, confirmando que no hay vida en el cerebro de un programador televisivo.

Entre la felicidad y la amargura apenas existe un filo milimétrico, pero no hemos podido penetrar en el inescrutable rostro de Michael Phelps durante el debut de su hercúlea tarea, esos 17 vuelos rasantes sobre el agua cúbica. Ha batido el récord olímpico, pero su rostro reflejaba decepción. O quizá frialdad. O una máscara de hielo. Pero fruncía la nariz y hacía "no, no" con la cabeza. ¿Qué significaban esos noes ¿Temor a Ryan Lochte, su compatriota ¿O malestar contra sí mismo por haber empezado demasiado fuerte Muy probablemente fuesen solo un espejismo y a estas horas ya sume el primer oro de su quimera. Pero, ¿y si esos noes remitían a algún demonio interior, a una desazón física, un miedo impropio ¿Y si esos noes reaparecen en el momento más delicado para Hércules?