A los cuatro minutos de entrar en el campo, perdón, pabellón cubierto de Gelsenkirchen, Leo, el Messias de Argentina, había dado un pase de gol a Crespo. Eso era poco, demasiado poco, para alguien tan ambicioso como el joven insolente azulgrana. Aún faltaba que el huracán Messi arrasara realmente Alemania. El pase a Crespo lo hizo como extremo izquierdo. El gol que marcó, el que le cuela en la historia al ser el más joven en lograrlo en un Mundial, rompiendo un récord de 1930, lo hizo como si fuera un falso delantero centro.

"Me voy contento con todo", dijo luego el azulgrana con esa timidez que le caracteriza, sin despegarse de la tierra. A pesar de que su fútbol lo lleva por las nubes. En 16 minutos marcó un gol, dio otro, robó incluso un balón, le hicieron dos faltas y demostró que su fútbol vertiginoso no se ha oxidado. Pero lo más importante no era eso. Lo importante es que su músculo, el que se dañó el 7 de marzo ante el Chelsea, no le traicionó.

"Tenía muchas ganas de jugar. Cuando uno está en el banco, se desespera", dijo. Por eso, Messi salió como salió. Como siempre. Ajeno a la presión, sin reparar en nadie y, al fin, feliz por su reencuentro con el balón. Messi no echó de menos al balón. El balón sí que echó de menos a Messi.