Cuando el domingo abandonó el palco, Joan Laporta alzó la vista ante unos jóvenes que le pedían a gritos que se fuera y le lanzaron algún que otro insulto. El presidente aguantó la mirada y siguió su camino, aunque es fácil imaginar cuánto le costó reprimirse. Pero ese instinto irrefrenable le ha jugado muy malas pasadas y ahora no le queda más salida que morderse la lengua y tragarse el orgullo. Ante la crisis, humildad. Esa es la fórmula a la que se agarrará para intentar salir del peligroso círculo en el que anda metido y que le ha llevado a vivir escenas que nunca imaginó, dignas de los tiempos de Núñez y Gaspart, cuando él estaba al otro lado.