Esperábamos una final 10, de titanes, de leyenda, porque se enfrentaban los dos mejores en sus respectivos estilos. Se enfrentaban virtuosidad contra entrega, elegancia contra fuerza, facilidad contra sacrificio. El tenis en estado puro contra la garra. El más virtuoso contra el tenista que encarna todas las virtudes que se le atribuyen generalmente al deporte.

A la hora de la verdad, vimos un partido un poco extraño, difícil de explicar, menos épico de lo que estábamos acostumbrados a ver cuando se miden estos dos gigantes del tenis, estos dos números 1. Fueron, en realidad, dos partidos. El primero englobó los cuatro primeros sets, con alternativas muy claras; el segundo, la manga definitiva, en la que, tras adelantarse Nadal con un 3-1, yo creo que acusó el cansancio acumulado durante las dos semanas y el hecho de haber tenido un día menos de descanso tras su maratoniana semifinal ante Dimitrov. Solo este cansancio acumulativo puede explicar el bajón, tanto físico como mental, sufrido por el tenista mallorquín en esa fase decisiva del partido.

A Federer no le apetecía nada pelotear. Quería que los puntos duraran poco y, con su servicio, lo consiguió a menudo. Pero con el servicio de Nadal, este logró varios juegos en blanco, y la propia estrategia del suizo, que le favoreció en algunos casos, le perjudicó en otros y le costó el peaje de perder dos sets y abocar el partido al quinto. Al querer recortar las jugadas, incurrió en más errores de los habituales y eso redundó en un partido menos vistoso que otros jugados por los mismos protagonistas.

Federer demostró a quienes le querían enterrar antes de tiempo que ha sabido equilibrar su físico con la longevidad tenística. Nadal, por su parte, mostró un nivel muy cercano al que ha tenido durante tantos años. Con el servicio mejorado, le falta muy poquito, solo un poco con la derecha, para volver a ser el número 1 en este mismo 2017.