La montaña olímpica de Montjuic, en cuyo estadio Lluis Companys se disputó ayer la final de la Copa del Rey de fútbol entre el Real Madrid y el Real Zaragoza, se vistió de gala nuevamente para la ocasión después de 47 años en una lucha deportiva con tintes épicos de tiempos pretéritos.

Madrileños y zaragozanos se enfrentaron en un encuentro con un simbolismo similar al de las antiguas luchas de gladiadores en el circo romano.

Se puede decir que el deporte moderno es una reminiscencia de aquello pero incruento físicamente, aunque quizá no tanto desde el punto de vista anímico. Montjuic reúne las características del misticismo y el simbolismo que pudiera tener el monte Olimpo para los griegos, morada de sus dioses, que desde sus 2.917 metros domina el mar Egeo, igual que Montjuic ejerce de vigía de la Ciudad Condal y del Mare Nostrum de los antiguos romanos.

Mirando al 92

Como anfitrión mudo de todos los visitantes del estadio que acogió los Juegos Olímpicos de 1992, y sobre el que el devenir de los años no parece tener ninguna influencia determinante, se alza imponente el grupo escultórico de las figuras ecuestres del "Saludo olímpico", del genial escultor aragonés Pablo Gargallo, con el atleta clásico y el moderno.

Ambos presiden desde 1929 un estadio, remodelado con motivo de los Juegos Olímpicos de 1992, salido de la mente del arquitecto Pere Domenech y Roura con motivo de la II Exposición Universal en la que estuvieron presentes el impulsor del movimiento olímpico, el barón Pierre de Coubertin, y Jules Rimet, el que fuera presidente de la FIFA y dio nombre a la primera copa de esta competición del viejo continente.

El ceremonial se inició con el peregrinaje a la montaña olímpica barcelonesa por parte de las aficiones de los dos contendientes, como un río de lava extrañamente ascendente y multicolor. El negro y el rojo incandescente de una erupción se transformaron en el blanquiazul y el blanco impoluto, como colores predominantes de una riada humana similar a las largas hileras de las hacendosas hormigas, pero no fueron los únicos.

El rojo y gualda de la bandera española y también de la enseña aragonesa se entremezclaron junto al rojo y negro del uniforme avispa zaragocista, uno de los preferidos de la afición aragonesa y que además lució su equipo en la cita barcelonesa.

Tragedia

Una vez dentro del coliseo barcelonés, ambas aficiones revivieron el duro recuerdo, que empequeñeció el corazón de todos, de la reciente tragedia ocurrida en Madrid con un silencio que durante un minuto igualó el cielo con la tierra. Las pancartas luctuosas lucieron en muchos rincones del estadio catalán.

Tras el respeto por los que nos abandonaron llegó la explosión de apoyo a los colores como un trueno del dios Zeus para que dieran comienzo estos modernos juegos ya que, como cantara en su día el mítico Mercury con Queen, "el espectáculo debe continuar".

A partir de este momento la afición zaragocista, desde el fondo sur, y la madridista, desde el norte, redoblaron los esfuerzos que venían haciendo desde hacía ya bastantes minutos para insuflar ánimo a sus colores en busca del ansiado trofeo en una lucha en la que los aragoneses se oyeron más, al final. El triunfo les supo a gloria y a los madridistas, desconsolados, la derrota le sonó a tragedia en todo lo alto.