Rafael Nadal asegura que «la perfección no existe, en nada», pero lo que él hace en el tenis en ocasiones se acerca bastante a ese grado máximo. Tras imponerse en la madrugada de ayer en la semifinal del Abierto de Estados Unidos a Juan Martín del Potro con un despliegue de tenis táctico y apasionado, furioso y demoledor, hoy el número 1 del mundo volverá a saltar en Nueva York a la pista Arthur Ashe. Y en ese escenario, a los 31 años, buscará ante el sudafricano Kevin Anderson su tercer título del torneo, el decimosexto grande de un palmarés espectacular solo superado por los 19 de Roger Federer.

No era fácil vaticinar hace solo un año, cuando en las mismas instalaciones de Flushing Meadows Nadal caía en cuarta ronda ante Lucas Pouille, que este septiembre el de Manacor llegaría a una final que ya ha alcanzado tres veces antes y ganado en el 2010 y el 2013. De hecho, él mismo reconoce que si alguien se lo hubiera dicho entonces le habría respondido con un «gracias, pero es casi imposible». Casi. Y es que con Nadal a menudo lo aparentemente imposible se transforma en posible.

A principios del 2017 ya luchó por el Abierto de Australia contra Federer, que se impuso en un partido a cinco sets. Tras sumar títulos en la tierra de Montecarlo, Barcelona y Madrid, en junio asentó su reinado en París, asegurándose ante Stan Wawrinka su décimo Roland Garros. Y aunque en Wimbledon cayó en cuarta ronda y la temporada en pistas duras estuvo salpicada de frustrantes derrotas, ha elevado su tenis en el último grande del año.

En las dos primeras rondas, frente a Dusan Lajovic y Taro Daniel, Nadal empezó con titubeos y «nervios». Pero el siguiente partido, frente a Leonardo Mayer, marcó un punto de inflexión. El mallorquín necesitó en ese encuentro 14 oportunidades para romper el servicio al argentino, pero cuando lo hizo algo cambió. A partir de entonces, frente a Alexandr Dolgopolov y Denis Rublev, fue apareciendo el Nadal imbatible. Y se desplegó en todo su esplendor en la semifinal con Del Potro, el campeón de este Abierto en el 2009, que había apeado del torneo a Federer, impidiendo otra vez que el mallorquín y el suizo escenificasen su rivalidad.

Respeto por el rival

Nadal se resiste a dar la razón a quienes le ven desplegando su mejor tenis y a un periodista que lo hizo el viernes le recordó que «cada época tiene su momento y su nivel» («el mejor tenis de mi vida no existe», dijo también). Pero lo cierto es que no hay nadie que dude que tiene todo para ser dado como favorito para su final de hoy contra Anderson, el veterano de 31 años que impidió una final española al ganar a Pablo Carreño.

Es la primera final de un grande para el gigante sudafricano (2,03 metros) curtido profesionalmente en EEUU y dotado de uno de los servicios más parecidos a cañonazos, al que una lesión de cadera alejó meses de la competición. Su retorno no podía haber sido más triunfal y Nadal, que lo conoce desde que los dos tenían 12 años, lo alaba como «un jugador de máximo nivel» y un «ejemplo para niños y el resto del circuito». Pero que nadie se llame a engaño. Hoy Nadal sale a ganar. Como siempre.