Encontró la caja fuerte del Chateau de Vidy repleta de telarañas y se fue de Lausana dejando detrás de él la mayor obra de gobierno que se ha visto nunca en el deporte mundial. Solía decir que el momento más feliz del día era cuando, a primera hora de la mañana, abría la puerta de su despacho para empezar a trabajar. Cambió la forma de funcionar, la dinámica y la eficacia del Comité Olímpico Internacional (COI) como un calcetín. En sus 21 años de mandato del frente del organismo convirtió el movimiento olímpico y su momento estrella de cada cuatro, los Juegos Olímpicos, en la mayor manifestación pacífica. Les dio un vuelco de 180 grados.

El 16 de julio de 1980 recogió la presidencia de manos del acomodado noble irlandés Lord Killanin y, justo 21 años después, el día antes de cumplir 81 años, en la misma sala de Moscú donde había tomado posesión, cedió la poltrona al cirujano belga Jacques Rogge. Entre el COI de 1980 y el del 2001 solo había una similitud: los cinco aros multicolores. Todo lo demás había cambiado, a mejor, en 21 años de un mandato salpicado también de polémica y brotes de corrupción que forzaron a Samaranch a un último esfuerzo y que se saldó con la expulsión de 10 miembros del organismo a consecuencia de los sobornos recibidos de la candidatura de los Juegos Olímpicos de Invierno de Salt Lake City (EEUU) para el 2002.

La obra de su vida

Para entonces, sin embargo, Samaranch ya había completado la obra de su vida. Durante la transición, el rey Juan Carlos le dio un consejo, al comprobar los devaneos políticos con su proyecto Concòrdia Catalana. «Juan Antonio, déjate de política y dedícate al COI, que es lo tuyo, y estoy seguro de que llegarás muy lejos». Samaranch siguió al pie de la letra una recomendación, por otra parte, innecesaria. Hacía muchos años que el inquieto dirigente catalán estaba poniendo las bases de una carrera deportiva (o, mejor, político-deportiva) encaminada a llegar a ser algún presidente del organismo con sede en Lausana. Entró como miembro en 1966 y, de sus 35 años de permanencia en el COI, en 31 de ellos fue miembro del comité ejecutivo. Su habilidad como jefe de protocolo (que ostentó en dos etapas desde 1968 hasta 1980) y su destino como embajador español en la Unión Soviética (fue el primero destinado a Moscú, en 1977) le ayudaron a manejar los hilos para que, en la propia capital rusa, sus correligionarios vieran en él al recambio perfecto ante el inmovilismo paralizante de Lord Killanin.

Lo primero que hizo Samaranch fue imponerse la obligación de vivir en Lausana. La última planta del Hotel Palace de la ciudad suiza tuvo desde julio de 1980 permanentemente una habitación reservada a su nombre. En esos 21 años, Samaranch implantó los objetivos que se había propuesto para revolucionar el deporte mundial, según escribía en su libro Memorias Olímpicas. «Me propuse cinco objetivos: reforzar la unidad del movimiento olímpico; luchar sin cuartel contra el dopaje; alentar la política a favor de la no discriminación; abrir los Juegos Olímpicos a los mejores, superando las diferencias entre profesionales y amateurs; y aumentar la presencia de la mujer». Samaranch presidió 10 ediciones de los Juegos (cinco de verano y cinco de invierno) y progresivamente consiguió implantar esos objetivos, a la vez que solidificaba la situación económica del COI a través de multimillonarios contratos televisivos y un programa de patrocinadores de ámbito mundial.

Barcelona, sede de los juegos

Los boicots políticos, que habían castigado gravemente los Juegos de 1976 (Montreal), 1980 (Moscú) y Los Ángeles (1984), se acabaron con los 159 países presentes en Seúl-88, donde el positivo del esprinter canadiense Ben Johnson evidenció que la barra libre del dopaje se había acabado. Los Juegos de invierno pasaron a durar 16 días, como los de verano, y a partir de 1994, comenzaron a alternarse con los de verano, que siguieron su misma secuencia cuatrienal. Caído el muro de Berlín, Barcelona-92 vio desfilar a equipos unificados de Alemania y Rusia, a la vez que el Palau Sant Jordi se extasiaba con el dream team del básquet estadounidense, acabando con la ausencia de los mejores profesionales en algunos deportes.

La designación de Barcelona como sede de los Juegos, seis años antes en Lausana, se planteó casi como un plebiscito a su persona. «Me esforcé en mantener una conducta independiente y respetar mi posición institucional. (...) En el terreno privado, no hay duda de que si Barcelona no hubiera salido triunfadora, yo habría considerado el resultado como un voto de castigo hacia mi persona y mi mandato», aseguraba Samaranch en su libro autobiográfico.

Últimos meses de mandato

Los Juegos de Sídney, en el 2000, fueron considerados por Samaranch «los mejores de la historia». Llegaron un año antes de su adiós a la presidencia del COI, desde donde pudo presumir de logros impensable 20 años antes. En ese período, la participación pasó de 80 a 199 países, y de poco más de 5.000 deportistas a 10.650 (de los cuales, un 38% mujeres). Los derechos de televisión pasaron de 21.960 millones de pesetas en 1980 a 332.100 millones en el 2000, y el patrocinio, a través de firmas fidelizadas, pasó de cero a 99.000 millones por cuatrienio. Las telarañas dejaron de habitar la caja fuerte del Chateau de Vidy.

Las pruebas de corrupción en el organismo olímpico empañaron sus últimos meses de mandato. «Si hay que limpiar, limpiaremos», aseguró al salir a la luz que al menos 10 miembros del COI habían accedido a que sus hijos recibieran becas para estudiar en universidades del estado de Utah a cambio de apoyar la candidatura de Salt Lake City. Samaranch sacó la escoba.