La semana pasada estuve en Zaragoza disfrutando del Campeonato de España de baloncesto Infantil y Cadete de Selecciones Autonómicas. Y bien digo disfrutando, ya que para mí fue un placer poder ver a todos esos chicos y chicas practicando este deporte. Son chavales entre doce y quince años a los que les apasiona el baloncesto y lo viven intensamente. A estas edades, los jugadores no se pierden en protestas a los árbitros (para eso ya están los padres, lamentablemente), no se enzarzan en marrullerías con contrarios que les haga perder la concentración en el juego, tampoco le protestan a su entrenador cuando les sustituyen y aplauden la canasta de un compañero como si fuera propia; simplemente hacen lo que más les gusta: jugar a baloncesto

Estos chicos, que son las estrellas del mañana, despliegan todo su talento de una forma natural, muchas veces sin pensar en lo que hacen. Están todavía por ´pulir´. Salen a la pista a jugar y a disfrutar y es en eso donde radica la belleza de este juego en edades tempranas. Cuando van creciendo, van perdiendo esa frescura, ese descaro o esa facilidad a la hora de tomar decisiones. Muchas veces por culpa de entrenadores que quieren que sus jugadores se amolden a su estilo, en vez de adaptarse él a sus pupilos; otras por la falta de motivación que supone no tener una referencia cercana; y otras por que se despistan por la cantidad de alternativas que ofrece la sociedad actual.

Por eso, es en estas categorías cuando ofrecen de manera gratuita todo lo que llevan dentro sin los vicios que acompañan al desarrollo del jugador al convertirse en profesional.

Nombres como el de Albert Homs, Agustí Sans, Javier Marín..., que al aficionado de hoy no le dicen nada, en un futuro no muy lejano estarán en boca de todos. A todos ellos les diría que a lo largo de su carrera nunca perdieran el espíritu de Peter Pan y que cada vez que salten a una cancha, incluso cuando tengan treinta y muchos años, lo hagan como cuando eran cadetes.