El estruendo que se escuchaba desde la tribuna de espectadores de la meta de Verona era ensordecedor. Un grupo de apenas 15 corredores llegaba como un obús tras casi siete horas de carrera. Se apreciaba en primera posición una casaca española, con un casco verde en la cabeza. Todo los espectadores puestos en pie, y algunos sobre las sillas de plástico. El ciclista del casco verde, Alejandro Valverde, parecía que sacaba fuerzas escondidas en algún lugar secreto de su bicicleta para ir aún más rápido, pero vigilando al artista, al maestro, a la estrella, al futuro tricampeón, que circulaba como un ángel a su rueda. Feliz, desbordante, seguro, mejor que nadie y con esa chispa que Oscar Freire saca de su chistera cuando se siente el más fuerte en un esprint, en el más grande de los esprints, el que ayer se adjudicó para proclamarse campeón del mundo por tercera vez.

EL APOYO DE LA FAMILIA Hacía días que algo en su interior le decía que no iba a fallar. Tan seguro estaba de su victoria que hizo viajar a Verona a toda su familia; a Laura, su mujer, a los padres, los hermanos, a los sobrinos y a los suegros. Curiosa la escena del pasado viernes, a las puertas del hotel de la selección española, del enorme equipo español, que ayer no se arrugó y se entregó en cuerpo y alma, sin excepción, en favor de Freire. A nadie se le cayeron los anillos. Pues bien, el viernes estaba Freire atendiendo a la televisión suiza, que quería que hiciera algo así como una interpretación, comparándose a sí mismo como el Leonardo di Caprio que dio vida a Romeo en 1996, tres años antes de la primera victoria de Freire en Verona. Ya se sabe. En Verona todo suena a Montesco y Capuletto.

BETTINI, ACCIDENTADO Tan seguro se sentía entonces que hasta lanzaba una sonrisa de complicidad cuando se le preguntaba si el domingo, o sea ayer, iba a proclamarse campeón del mundo. El, Freire, se sentía por aquel entonces el más fuerte. Sólo le preocupaba el desgaste de algunos compañeros, los que llegaban a Verona tras disputar la Vuelta, sin apenas tiempo de recuperar. Sabía que no iba a haber traiciones en el equipo. Así de claro lo había dejado Paco Antequera, el seleccionador español. Quien viajaba a Verona lo hacía para trabajar a destajo en favor de Freire.

Era la apuesta. El más fuerte. Y, seguramente, el mejor en el territorio del Mundial: Igor Astarloa, el campeón que defendía el título, no se encontraba todo lo fino que deseaba; Juan Antonio Flecha era un novato en la carrera, y Alejandro Valverde, cansado de la Vuelta, no iba a poner ningún impedimento para proclamar su fe hacia Freire. "La primera vez que gané aquí no lo esperaba ni yo. Pero ahora lo sabía, porque me veía más fuerte que nunca y porque tenía un gran equipo. Con esta ayuda no podía perder la carrera", explicó Freire.

En ninguna de sus dos victorias anteriores (Verona,1999 y Lisboa, 2001) Freire había dispuesto de tan magnífico equipo. Dio igual que actuaran de visitantes ante la temida escuadra azzurra con el flamante campeón olímpico, Paolo Bettini, en el papel de jefe de filas. Pero Bettini tuvo la desgracia de golpearse la rodilla con el coche de su equipo y abandonó. "Han tenido mala suerte, pero nosotros también la tuvimos en Atenas, donde caímos casi todos", explicó Freire.

Por eso, España se puso el uniforme de trabajo. Doce compañeros traía Freire. Y esos fueron los que se repartieron el trabajo de protegerle. Allí estuvieron, al estallar la tormenta, a dos vueltas del final, para neutralizar los ataques, sobre todo el de otro italiano de postín, Ivan Basso. El actuó lo justo para que no se le marchara en la última cuesta el holandés Michael Boogerd, compañero del Rabobank, y para mantenerse sereno a rueda de Valverde. Fue un lujo tenerle de gregario y escuchar el estruendo que le acompañó en el instante de proclamarse tricampeón del mundo. Como Eddy Merckx, el más grande. De eso tampoco cabe duda.