En las últimas semanas la inflación ha acaparado los titulares de todos los informes económicos. Y con razón. Se están observando subidas de los precios generalizadas en todas las zonas geográficas y muchos indicadores de inflación están en máximos de varias décadas. Incluso en EEUU, donde la economía muestra síntomas de recesión, las cifras de precios son demasiado altas como para dejar tranquilas a las autoridades monetarias.

A la luz de los indicadores más recientes, comienza a haber algunos síntomas de traspaso de los mayores costes de la energía y de los alimentos, a los salarios y a las expectativas de inflación. Son malas noticias porque ahí es donde se toca hueso con los bancos centrales. Cuando la inflación comienza a enraizarse, los bancos centrales no pueden seguir sin responder al shock de precios y empiezan a endurecer la política monetaria, o sea, a tensar la cuerda. No solo el BCE se ha movido en esa dirección, anunciando un incremento de tipos para julio. La propia Reserva Federal, que se enfrenta a un panorama de destrucción de empleo, caída del precio de la vivienda y morosidad histórica, ha advertido de que no permitirá que se deslicen al alza las expectativas de inflación. Entre tanto, la práctica totalidad de los bancos centrales de las economías emergentes están subiendo los tipos oficiales.

Este cambio de los bancos centrales ha caído como un jarro de agua fría. No les han faltado críticas y acusaciones de exceso de celo. Sin embargo, a la hora de juzgar su comportamiento, no deberíamos olvidar que una inflación bajo control es una contribución indispensable al crecimiento. Además, lo más probable es que el golpe de efecto de Trichet & Co. resulte suficiente, al menos de momento, para anclar las expectativas de inflación y, siendo así, más vale prevenir que lamentar.

No es evidente, por tanto, que los bancos centrales hayan errado en este viraje hacia unas condiciones de liquidez más estrictas. Dicho esto, es de rigor matizar dos aspectos.

Primero, el encarecimiento de las materias primas tiene muchas causas y, seguramente, no podrá combatirse solo con una política monetaria más restrictiva. Resulta difícil explicar el reciente comportamiento del precio de la energía y los alimentos sin entrar en un complejo laberinto de argumentos relativos a la especulación financiera, las reservas estratégicas, la política cambiaria de los países en vías de desarrollo, los problemas de refino y un largo etcétera de temas de diversa índole. Por suerte, no solo los bancos centrales están haciendo su trabajo. El Senado de Estados Unidos está avanzando en la regulación necesaria para ahuyentar la especulación en los mercados de futuros sobre commodities. Por su parte, la OPEP se reunió el pasado fin de semana y, aunque el cartel no consiguió pactar un incremento de la producción, sí aumentarán sus barriles Kuwait y Arabia Saudí. También algunos países emergentes están eliminando las subvenciones al uso de las materias primas, algo que, en definitiva, permitirá que su demanda también se resienta de los elevados precios y ayudará a que el peso del ajuste no recaiga solo en los países desarrollados.

La segunda matización respecto a lo acertado del discurso de los bancos centrales es que el momento cíclico no es el mismo para todos los países. Jean-Claude Trichet mencionó, en la rueda de prensa tras la última reunión del consejo de gobierno del BCE, que la economía de la zona euro muestra unos sólidos fundamentos y que no hay grandes desequilibrios. Sin embargo, siendo esta la visión de conjunto, no está tan claro que un análisis, país por país, nos permita seguir afirmando lo mismo. Hay varias economías que se enfrentan a importantes necesidades de financiación exterior, en un entorno de escasa liquidez. Además, unos cuantos países parecen haber vivido ciclos alcistas en el sector inmobiliario que podrían haber llegado a su fin. Por lo tanto, dentro de Europa, desequilibrios no faltan. Puesto que la política monetaria es única, no es de extrañar --incluso es relativamente previsible-- que algunos gobiernos, como el de España, se muestren poco confortables con las decisiones del BCE.

Sin embargo, quizá sería deseable que las autoridades económicas, lejos de criticarse entre sí, se preguntasen a sí mismas si están haciendo todo lo debido para combatir los problemas a los que nos enfrentamos. Desde luego, el Gobierno tiene una responsabilidad de primera línea a la hora de introducir en el sistema la fortaleza y la flexibilidad necesarias para afrontar situaciones complicadas.