Si las autoridades y buen parte de la sociedad cierran sus ojos ante los dramas humanitarios que se producen frente a nuestras costas, ¿cómo no los van a cerrar ante la persecución y limpieza étnica que se produce a más de 8.000 kilómetros de distancia por muy brutal que sea? En esto se ha convertido nuestra sociedad, en una fiel copia de aquella triple imagen del mono que no ve, no oye y no habla, cuando la tragedia que vive la población rohinyá de Myanmar (Birmania) debería agitar las conciencias, en particular las europeas, es decir, las nuestras, por cuanto persecuciones parecidas son parte de nuestra historia reciente. El caso de esta minoría musulmana en un país budista que ha sido expulsada a la vecina Bangladés, tiene además un ribete rayano en el sarcasmo. La presidenta de Birmania, Aung San Suu Kyi, ha merecido todos los homenajes, incluso el Premio Nobel de la Paz, por su lucha personal en defensa de los derechos humanos violados por la junta militar que había instaurado una dictadura. Lo que no habíamos percibido es que esa lucha era en defensa de los derechos de unos, pero no de todos. Los rohinyás son víctimas de unos movimientos populistas y xenófobos budistas que han logrado que la población identifique a aquella minoría como terroristas y como una comunidad ajena al país, cuando su presencia allí se remonta al siglo VIII. Han conseguido construir la imagen del otro como enemigo. Y nosotros, mirando hacia otro lado.