Los mensajes derrotados y derrotistas de Carles Puigdemont a Toni Comín son la viva expresión de la división en el independentismo. El legitimismo del que ha hecho bandera Puigdemont desde que huyó a Bruselas (y que contrasta con el silencio y la inacción tras la declaración de independencia) ha colocado en una situación límite a ERC, atrapada en esa pinza que forman JxCat y la CUP. La lista personal de Puigdemont y el partido antisistema buscan perpetuar el pulso con el Estado a través de una falsa restitución del Govern cesado por Mariano Rajoy al amparo del artículo 155 de la Constitución, mientras que ERC pretende gobernar y recuperar las instituciones sin renunciar al objetivo de la independencia. En este deseo de recuperar las instituciones, Puigdemont es el nudo gordiano que se antoja imposible de desatar pero que nadie, a riesgo de ser considerado un traidor, se atreve a cortar. Una investidura de Puigdemont fuera de los márgenes establecidos por el Tribunal Constitucional tendría, entre otras consecuencias, la de perpetuar el artículo 155. Desde la cárcel, Oriol Junqueras ha propuesto una presidencia simbólica para Puigdemont. Es otra de las salidas imaginativas (astucias) de las que el procés está lleno. Tal vez permitiría al independentismo formar gobierno, pero solo en el caso de que no haya investidura a distancia. Si simbolismo equivale a quebrar el orden constitucional, Cataluña seguirá instalada en el desastre.