El juicio que se celebra en la Audiencia de Navarra contra los cinco presuntos autores de la violación de una joven en los Sanfermines del 2016 trasciende, con mucho, un caso aislado y está sirviendo para situar a la sociedad española ante una realidad tan incómoda como insostenible: la prevención y el castigo de las agresiones sexuales distan enormemente de ser los que corresponderían a un país culto y desarrollado a estas alturas del siglo XXI. Los instintos atávicos masculinos más primarios no están domeñados como debería y aún está muy extendida la despreciable tesis de que en no pocas agresiones sexuales media cierto consentimiento o -peor aún- provocación por parte de la víctima. El calvario que sufren quienes pasan por esta traumática experiencia se prolonga a menudo en el juicio, donde se coloca a víctima y victimarios casi al mismo nivel, como se está viendo estos días en Pamplona, donde los jueces están teniendo mucho interés en proteger la imagen de los acusados. La presunción de inocencia está acorde con el garantismo de nuestro sistema jurídico, pero no puede implicar un dolor añadido para la persona damnificada. Urge que, colectivamente, la sociedad española asuma unos nuevos parámetros respecto de los delitos sexuales: ninguna tolerancia ni consideración hacia quienes usan la fuerza e infligen graves daños físicos y psicológicos a las mujeres. Es una tarea de todos, pero son los hombres quienes están interpelados directamente.