Cuba tiene un nuevo presidente y no se llama Castro. Tras 59 años de monopolio del poder controlado por los hermanos que protagonizaron la revolución, esto sería una buena noticia. Y lo que parece la mala noticia es que el nuevo jefe del Estado, Miguel Díaz-Canel, tendrá que lidiar todavía con la gerontocracia revolucionaria reacia a abandonar el poder. Raúl Castro, por ejemplo, a sus 86 años seguirá ocupando la presidencia del partido comunista del país. La verdad es que ni una noticia es tan buena ni la otra, tan mala. Lo más positivo de este cambio es que el nuevo presidente, de 57 años, pertenece a una generación nacida después del triunfo de la revolución. Que los otrora barbudos supervivientes de aquella revuelta sigan aferrados al poder es algo que tendrá un desenlace al margen de la política y será obra de la inexorable ley de vida. Díaz-Canel, un ejemplo clásico de un cuadro del aparato del partido, hereda una tímida reforma económica y política iniciada por Raúl Castro que en su momento generó grandes expectativas pero que se vieron defraudadas por su escaso alcance y que han mantenido vivo al castrismo. Habrá que ver cómo los cubanos reaccionan ante la llegada de una nueva generación al poder. Sin embargo, un estigma siempre acompañará al nuevo presidente y es el de no haber sido elegido, y de haber sido catapultado al poder por los guardianes de las esencias castristas.